ROCÍO Y EVARISTO
Folletín de Jorge Claudio Morhain ®
CAPÍTULO UNO: Breve encuentro
Rocío.
Su nombre era Rocío.
No significaba nada, en una época donde las Rocíos y las Abriles han desplazado a las Martas y a las Juanas. Pero ella era todo Rocío. Todo ese misterio de frío y calidez, de brillo y languidez, de transitoriedad y permanencia, de dolor y de dicha. Eso era Rocío. Al menos, lo era para un hombre enamorado.
De Rocío.
Evaristo estaba enamorado de Rocío. Evaristo había llegado desde el pasado. “Soy un viajero del tiempo”, decía. “Vengo navegando por este mundo desde la primera mitad del siglo XX”. Y, por la forma como vestía, uno podía pensar que venía desde los años ’20. O sea, podía pensar que estaba llegando al siglo de vida. Y, evidentemente no era así. A menos que lo que digo Magacha, la pai, fuera cierto. Que era un muerto-vivo, un sobreviviente, un transador. Es decir, alguien que había hecho un pacto con Él. Con el Innombrable. El Malo.
Evaristo se había metejoneado fulero con la Rocío, nada menos que a la salida de la bailanta. No era que él fuera a la bailanta odorífera y estridente de Constitución, sino que solía caminar la cuadra para llegar a su casa, y era bueno ver a alguna de esas muchachas secando su sudor por entre los mínimos lujos que vestían.
Tampoco Rocío frecuentaba la bailanta. Ella no bailaba. Al menos, no bailaba cumbia. Y menos la noche de 23 de febrero, cuando Evaristo la encontró, o mejor dicho cuando se cruzaron en la puerta de la bailanta de Constitución.
Rocío venía de ser violada, reiteradamente, por un extranjero que la había contratado para bailar el tango, en la calle Perú. A fuerza de dólares, el individuo la había metido en su enorme auto alquilado y le había dado de beber profusamente. De su pene. Y de prepo. En su borrachera, le hablaba en tai. El míster creía estar aún en Tailandia, comprando a menores para su sexo enfermo.
El único consuelo para Rocío era que el míster estaría a esta hora volando rumbo a su país y que jamás volvería a verlo. Era posible que intentara buscarla. Pero en Kuala Lumpur.
Así, más rocío que nunca, con el rímel haciéndola una niña dark, el pelo amontonado por los tirones volviéndola punk, la pollerita rota como si fuese una moda, la encontró Evaristo. Se cruzaron, o sea. Evaristo estaba levantándose las solapas de su Príncipe de Gales cuando ella entró en foco. Y cuando salieron dos engominados pendejos de la bailanta, pegándose uno a otro como en un dibujo de Tom y Jerry, y atropellando a la muchacha, y obligando a Evaristo a empujarlos a un costado para evitar que la tiren al suelo. Los pibes se pararon en seco y se le fueron encima. Pero qué vamos a hacer, esa pinta de Evaristo Meneses, del Evaristo de Solano López (aunque más flaco) pegaba a morir con un cana de los servicios, y eso bastó para licuar las ansias de pelea de los cumbieros que, abrazaditos como dos gays, volvieron a la bailante. Donde, mirando de reojo por si Evaristo era un controlador de la taquería, o un recaudador con hambre, o u dealer de alto vuelo, los patovicas los dejaron entrar, calladitos.
Rocío, desconcertada, sin saber si lo que se movía era el autazo del yanqui o la calle, vino a dar en los brazos de Evaristo. Quien, haciendo honor a su pinta de Carlos Estrada en blanco y negro, la transportó cuidadosamente al Bar del Tren Mixto, preñado de olor a café con leche, y se quedó mirándola, bobo de tanta ternura.
Mientras Rocío lloraba. Lágrimas blancas y transparentes, de rocío del barrio de Constitución.
(continúa...)
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