martes, 23 de septiembre de 2014

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C768 1CxD02 141  (23 de septiembre de 2014)
Mejicaneadas
© Jorge Claudio Morhain

– Va a ser fácil –, dijo el Zabeca, mientras fruncía el rostro como con asco. Está todo calculado.
– ¿Lo calculaste vos, Zabeca? Porque si es así estamos perdidos… –Toño era el que más dudaba. Pulcro, impecable, la camisa tan blanca que encandilaba, la corbata fina al tono con el traje planchado. Era el bancario.
– Lo calculó el Jefe, Toño. Y si lo hubiera calculado yo salería mejor, te aseguro.
– “Saldría”, no “salería”. –Ruiz casi ni hablaba. Fumaba un pucho tras otro, mirando el suelo.
–Lo que no quiero es quedar pegado –, dijo el bancario.
Arrancaron el auto y circularon despacio, por el lado de la vereda, como si fuera un taxi tratando de levantar gente.
–Lo que me revienta es trabajar para un “jefe” al que nadie conoce y que se queda con toda la plata.
–Y que nos financia el auto, los fierros, el aguantadero, y nos arma el plan. –: Ruiz.
Siguieron en silencio.
Cinco cuadras antes del banco, Toño se bajó y tomó un taxi, para llegar al trabajo, a dos cuadras, con total disimulo,  y para dejarlo filmado en las cámaras.
El asalto salió joya. Ruiz y el Zabeca conocían a la perfección las zonas muertas de las cámaras interiores, y desde allí manejaron la situación. Tomaron una rehén, ordenaron la entrega de un empleado voluntario para el asalto. Nadie quería, pero ante el grito de dolor de la rehén cuando le torcieron un dedo, un ejecutivo de impecable traje y corbata y camisa tan blanca que encandilaba dio un paso al frente. Le ordenaron retirar un gran paquete  con los dólares del Tesoro, y llevarlos a la puerta de empleados, para lo que había que recorrer un largo pasillo que podía vigilarse desde la posición del Zabeca. Pero que no tenía cámaras. Cuando volvió Toño, sudando, lloroso, desencajado, el Zabeca se corrió un poquito la máscara de pasamontaña para hablar por un Handy.  Recibió una confirmación, parece, y entonces arrojó una bomba de humo, que provocó confusión, timbres de alarma, gritos.
Entró la policía en apoyo de los guardias interiores, encerraron en el banco a todos, clientes y empleados, buscando que los asaltantes  no salieron del edificio. Las máscaras tiradas en un rincón, así como los impermeables plásticos de los ladrones, no sirvieron de nada: se habían despojado de ellos en medio del humo. Detuvieron al Zabeca, y a otro pibe, porque habían tenido entradas, pero tuvieron que largarlos a las horas: no había pruebas de nada.
Tampoco encontraron el supuesto vehículo que se llevó las sacas por la puerta de empleados, donde no había cámaras. Los ladrones y el botín se hicieron humo.
A la semana volvieron a reunirse. El último en llegar fue Toño. Estaba casi tan desencajado como durante el asalto. Tenía barba de días. Y ahora fumaba.
– La guita no está. –Así nomás, de entrada y sin filtro.
– ¿Cómo que no está? A ver, aclará un poco – Ruiz tiró el faso, y levantó la cabeza.
– Dejé la guita en las cajas de las resmas que había en el pasillo, como quedamos. Como dijo el jefe, nadie iba a tocar esas cajas durante al menos un mes, porque estaban destinados a otra sucursal. Hoy me las llevé, en teoría a la sucursal. Paré por el camino, saqué las resmas de la caja marcada, las que usé para tapar la guita. Y nada. No estaba. Los dólares no estaban.
La mano de Ruiz se movió tan rápido que pareció que estaba en el cuello de Toño desde antes.
–¡Nos mejicaneaste, hijo de puta! –, dijo mordiendo las palabras.
– Claro, boludo. Y vine a contárselo para que me caguen a tiros…
Estuvieron así, inmóviles, como si fuese un problema de streaming. Hasta que habló el Zabeca.
– Tiene razón, Ruiz. Alguien sacó la guita.
– Alguien que sabía que estaba ahí. La caja es igual a las otras diez, salvo por la marca imperceptible que le hice. El paquete estaba debajo de la última resma, Yo saqué una para que encajara perfectamente. Y cuando revisé faltaba una resma, pero el paquete también.
Se sentaron. No, se derrumbaron en lo que hubiera en el refugio, sillas, sillones, piso. El Zabeca lo expresó por los tres:
–El jefe.
El jefe había hablado con los tres. Sólo por teléfono, con la voz distorsionada. El jefe los conocía, pero ninguno conocía al jefe.
El jefe los había mejicaneado.
–¡El jefe y la reputísima madre que lo reparió! –Toño expresó con claridad meridiana el sentimiento mutuo.


Quién diría, ¿no?, que tan pequeña y sórdida historia tuviera que ver con el asesinato, cinco años después, y en la Costa Azul, de aquel hombre generoso en propinas, amante del sol y de las muchachas, siempre tan atildado, siempre con corbatas al tono de sus trajes caros, siempre con camisas tan blancas que encandilaban.
El  taxista, flaco  sumido, con tos recurrente, aunque ya no fumaba, cerró el diario. Ahora, al fin, podría usar su parte. Aunque había sido generoso con Toño, nunca quiso arriesgarse mientras vivía. El Zabeca, claro, nunca se había entrado quién era el verdadero jefe, ni que el único mejicaneado había sido él.


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