martes, 28 de junio de 2022

  

C818 1CxD3-03

QUE HAY EN LA PIECITA DEL FONDO

© Jorge Claudio Morhain

 

En elk fondo de la casa los viejos construyeron una piecita para “la chica”, que en principio era sólo la sirvienta pero que con el tiempo derivó en enfermera, o “acompañante terapéutico”, a medida que la vieja perdía impulso y el viejo yiraba más antes de caer al rancho.

Despuies de la piecitra el viejo hizo un bañito, para “la chica”, completo, con ducha y todo. Sospecho que había algún agujerito para que mi progenitor estudiase la anatomía de “la chica”.

Una vez, cuando fui a buecar a “la chica” para que atendiera a la vieja, porque yo tenía que salir para la facu, me enteré que la casa continuaba un cachito más. Había otra pieza más all´, hacia los fondos. Le pregunté a “la chica” que había ahí: se encogió de hombros y dijo que “algunas basuras, creo; está con llave”.

Cuando se dio la oportunidad, una tarde que ganaba Boca, largué como al pasar “Pa, ¿qué hay en la piecita del fondo?”

Al viejo le agarró un repetino interés por la trayectoria del balón en la Bombonera. Le sacudí un poco la manga.

–¿Qué?

–Digo, que qué hay en la piecita del fondo…

–Nada, nena. Dejate de joder.

–Pero qué…

–No me rompas la cábala, ¿querés?

Uhm… cosa intrigante por demás, me dije. Y me hice el propósito de enrar a ver.

Pero no fue simple. La llave era buena, no funcionaba con los ganchos habituale con los que abría los cajones de la plata. No tenía ventanas: de ahiuera parecía que no estaba.

De repente, un día cualquiera, un día que la vieja había estgado especialmente cargosa, el viejo resopló y me miró. Me miró.

¿Cuánto hacía que nome miraba? ¿Cuánto que yo era un mueble más, que comìa callado y salía y entraba como el Dick, el cachorro.

–¿Querés saber?

–¿Eh? ¿Qué cosa?

–Que hay en la piecita del fondo.

Ahora fui yo la que se encogió de hombros.

Entonces me llevó.

Pasamos frente a la pieza de “la chica”. Que estaba medio desnuda. Y que no hizo nada por taparse. Y que dijo “Hoy no, Juan…” (Juan era mi viejo)

El viejo se puso el dedo en la bnoca y siguió de largo.

La chica me vio pasar y cambió de color. Y se tapó. Y me hizo que no con la cabeza.

El viejo seguía adelante, pasamndo ya el bañito. Yo junté los dedos en pregunta muda, y ella se puso el dedo en los labios. Silencio.

Ahí me agarró el julepe.

Medio como que me dí cuenta, y me volví.

–¿Dónde vas, nena? -dijo mi vieja, que me vio pasar arrebatada.

–¡Pero vení, pendeja de mierda! –el viejo gritaba desde la puerta abierta de la piecita del fondo. –¡Vení, que vas a saber lo que es un hombre!

 

 

Creo quie me estuvieron buscando por la tele. Hasta algún pelotudo dijo “tus padres te perdonan”. Giles.

Yo…

Yo ya sabía lo que había en la piecita del fondo…

lunes, 27 de junio de 2022

1CxD3, 02 - PRIMITIVOS

  

C817 PRIMITIVOS

© Jorge Claudio Morhain

 

Aquí vamos, volando bajo. Tan bajo que vemos a las personas, huyendo ante nuestra presencia, como los pollitos huyen del chimango.

Pobres gente carne de cañón. ¿Cuántas veces han venido los soldados “enemigos” y los han acribillado, calcinado, envenenado, ahogado, como ratas, así, volando bajo?

Pero ahora ha terminado la guerra. Y sólo los estamos contabilizando, sabiendo cuántos son, cómo hay que auxiliarlos. Para empezar la reconstrucción.

No saben que somos los triunfadores, los que ganamos al fin la batalla, los que pusimos fin a esos vuelos rasantes asesinos.

Claro, ¿cómo van a saber que terminó la guerra? Ellos no tienen medios de comunicación (que nosotros o El Enemigo hemos destruido). No tienen caminos, ni sendas, porque Ellos (o nosotros) los hemos destruido.

Son primitivos. Habrá que civilizarlos. Deberán estar preparados para la próxima guerra.

A una orden inalámbrica de nuestro Líder, todos sonreímos y agitamos la mano derecha, en son de paz. Una señal. Claro. Una señal de concordia, de amistad, de reencuentro.

A la señal, todo estalla. Una red invisible impacta sobre todos nosotros.

Todos, sentimos de pronto un ahogo, una opresión.

En el último momento, todos pensamos que es imposible. No pueden tener un método de rebote. No pueden contraatacar. Son primitivos.

¡Son primitivos!

¡Son…!

 

 

 

C817 – 220627 (1CxD3-02)

Un Cuento por Día (1CxD3) Tercera serie.

  

 

VISIONES

© Jorge Claudio Morhain

 

Cuando Ada entró al bar notó el calor, una ola leve y acogedora, no invasiva, que cubría lentamente su interior, reemplazando el fresco de allá afuera. Fresco, no era ese frío penetrante del viento: hoy estaba agradable, pequeño sol, poca niebla.

Sol, su hija de seis años, una niña feliz apretando su mano.

Carlos, en tanto, hacía un buen rato que estaba en el bar, mirando pasar a los variopintos transeúntes, con ese aspecto de turistas aun siendo locales, con pantalones de diseño, zapatos con goma reforzada, gorros multiformes y multicolores…

Frente a él, molesta, Graciela, su esposa, fastidiada por la espera y con pocas ganas de mirar la gente. Dos tazas vacías ya, de café, restos de masitas.

Ada Y Sol se sentaron en la mesa contigua, Sol inquieta, agitando un juguete alfabético, que Ada le había comprado precisamente para afianzar sus conocimientos de las primeras letras.

Ese fue el escenario.

Cuando Ada recorrió con la vista el lugar, y la mesa vecina… encontró los ojos de Carlos.

Alguien pasó los dedos por el piano, desgarrando un continuo de notas. O quizás fue un cable pelado, con corriente, rozando un objeto metálico, desparramando chispas. Ada y Carlos desviaron los ojos. Los ojos de Carlos, azules como el mar lejano. Los ojos de Ada, verdes como el lago cercano.

Ambos apartaron la vista. Carlos conversaba algo. Sol jugaba con su aparato, y Ada le dictaba las letras.

Ada levantó los ojos. Carlos contemplaba entonces su rostro ovalado, la nariz respingada (acaso operada), el parecido notable entre Ada y Sol. Y encontró los ojos verdes…

Hubo una explosión solar, y una gigantesca lengua de fuego alcanzó casi a Mercurio. O algo así, acompañando el paso fugaz de la privacidad con el chisporroteo o el aullido largo del coyote.

Carlos estaba envuelto en un camperón, y tenía los cabellos como sutiles briznas agitadas por algún inexistente (allí adentro) viento.

Siguieron con lo suyo.

Y sucedió. Otra, otra vez, como temiendo el golpe, el roce, el temor, la timidez. Ada y Carlos ni siquiera supieron sus nombres. Ada y Carlos, y Sol, acaso tampoco se llamaban así.

Casi al final, cuando ya Carlos se levantaba para ayudar a Graciela, para dejar el bar, para salir a la calle, los ojos azules y los ojos verdes se penetraron, se fusionaron, se comunicaron en segundos una vida.

Carlos supo que Ada estaba sola, con la niña, que quería con intensidad a esa muchachita de largos cabellos tan igual a ella, hasta en la falta de padre. Ada supo que en esos pocos segundos Carlos había llegado a amar intensamente a esa preciosa Sol… y, más intensamente aún, a la madre de ojos tan verdes…

Y, mientras la última mirada, ya franca, decía lo que jamás habían dicho sus labios, mientras Ada decía “Adiós, desconocido, adiós para siempre”, Carlos le dejaba su congoja y se iba, por la puerta de vidrio, al frío.

Porque jamás irían a reencontrarse. Sobre todo, porque jamás se habían encontrado.

Excepto en esa inmensa, asombrosa unión de miradas, esa transmisión extraordinaria.

Y ambos lo sabían.

Sabían que solo fue una visión, o dos. Dos visiones en común, acaso.

Una visión fugaz, antes de la nieve que, traicionera, empezaba a caer.

 

 

 

 

C826 220625 (1CxD3,01)