lunes, 27 de junio de 2022

Un Cuento por Día (1CxD3) Tercera serie.

  

 

VISIONES

© Jorge Claudio Morhain

 

Cuando Ada entró al bar notó el calor, una ola leve y acogedora, no invasiva, que cubría lentamente su interior, reemplazando el fresco de allá afuera. Fresco, no era ese frío penetrante del viento: hoy estaba agradable, pequeño sol, poca niebla.

Sol, su hija de seis años, una niña feliz apretando su mano.

Carlos, en tanto, hacía un buen rato que estaba en el bar, mirando pasar a los variopintos transeúntes, con ese aspecto de turistas aun siendo locales, con pantalones de diseño, zapatos con goma reforzada, gorros multiformes y multicolores…

Frente a él, molesta, Graciela, su esposa, fastidiada por la espera y con pocas ganas de mirar la gente. Dos tazas vacías ya, de café, restos de masitas.

Ada Y Sol se sentaron en la mesa contigua, Sol inquieta, agitando un juguete alfabético, que Ada le había comprado precisamente para afianzar sus conocimientos de las primeras letras.

Ese fue el escenario.

Cuando Ada recorrió con la vista el lugar, y la mesa vecina… encontró los ojos de Carlos.

Alguien pasó los dedos por el piano, desgarrando un continuo de notas. O quizás fue un cable pelado, con corriente, rozando un objeto metálico, desparramando chispas. Ada y Carlos desviaron los ojos. Los ojos de Carlos, azules como el mar lejano. Los ojos de Ada, verdes como el lago cercano.

Ambos apartaron la vista. Carlos conversaba algo. Sol jugaba con su aparato, y Ada le dictaba las letras.

Ada levantó los ojos. Carlos contemplaba entonces su rostro ovalado, la nariz respingada (acaso operada), el parecido notable entre Ada y Sol. Y encontró los ojos verdes…

Hubo una explosión solar, y una gigantesca lengua de fuego alcanzó casi a Mercurio. O algo así, acompañando el paso fugaz de la privacidad con el chisporroteo o el aullido largo del coyote.

Carlos estaba envuelto en un camperón, y tenía los cabellos como sutiles briznas agitadas por algún inexistente (allí adentro) viento.

Siguieron con lo suyo.

Y sucedió. Otra, otra vez, como temiendo el golpe, el roce, el temor, la timidez. Ada y Carlos ni siquiera supieron sus nombres. Ada y Carlos, y Sol, acaso tampoco se llamaban así.

Casi al final, cuando ya Carlos se levantaba para ayudar a Graciela, para dejar el bar, para salir a la calle, los ojos azules y los ojos verdes se penetraron, se fusionaron, se comunicaron en segundos una vida.

Carlos supo que Ada estaba sola, con la niña, que quería con intensidad a esa muchachita de largos cabellos tan igual a ella, hasta en la falta de padre. Ada supo que en esos pocos segundos Carlos había llegado a amar intensamente a esa preciosa Sol… y, más intensamente aún, a la madre de ojos tan verdes…

Y, mientras la última mirada, ya franca, decía lo que jamás habían dicho sus labios, mientras Ada decía “Adiós, desconocido, adiós para siempre”, Carlos le dejaba su congoja y se iba, por la puerta de vidrio, al frío.

Porque jamás irían a reencontrarse. Sobre todo, porque jamás se habían encontrado.

Excepto en esa inmensa, asombrosa unión de miradas, esa transmisión extraordinaria.

Y ambos lo sabían.

Sabían que solo fue una visión, o dos. Dos visiones en común, acaso.

Una visión fugaz, antes de la nieve que, traicionera, empezaba a caer.

 

 

 

 

C826 220625 (1CxD3,01)

 

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