domingo, 30 de noviembre de 2014

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C799 1CxD02 173   30 de noviembre de 2014

El taxi de Fernández – La goma

© Jorge Claudio Morhain

Había sido una noche salvaje. Agotado hasta el fondo de su fibra más íntima (esa y la virtual), Fernández dormía a pata suelta.
En medio del sueño, oyó el grito:
– ¡Se pinchó una goma!
A continuación, soñando, Fernández se bajó del auto, puteó, miró donde estaba (en ninguna parte) y finalmente bajó el gato y el auxilio.
Volvió a sonar el grito: “¡Se pinchó una goma!”
– Ya va, ya va… –, musitó el taxista, luchando (como siempre) con los bulones muy ajustados.
Entonces sintió un golpe. Como un manotón. Se incorporó para repeler el ataque, y enseguida otro más, casi una cachetada.
Y se despertó. La Carmen estaba cianótica, pálida, desencajada. Y decía con un hilo de voz “Se pinchó una goma… se pinchó una goma…”
Fernández llamó al SAME, y se la llevaron.
La noche había sido salvaje, y la prótesis no había resistido a los estrujones (o quizás ya venía resentida de tantos otros estrujones, dada la profesión de la Carmen)
Y la silicona es muy, muy nociva.

A la salida del telo, por las dudas, pateó Fernández consistentemente las cuatro ruedas, no fuera…

sábado, 29 de noviembre de 2014

C798 1CxD02 172   29 de noviembre de 2014

El taxi de Fernández – Leyenda urbana
© Jorge Claudio Morhain

No podía faltar. Noche oscura, viento patagónico, calles desoladas. Y la muchacha desabrigada que levanta la mano.
Fernández se detuvo, como corresponde.
– Buenas noches.
– Buenas noches. (Acento duro, alemán o polaco. O ucraniano. O rumano, ¿no?)
– ¿Tiempito, eh?
– Sí… (Se quitó el miserable saquito de hilo, como raído, y dejó al aire un top que gemía bajo el volumen de las tetas.
– ¿No está un poco desabrigada? Perdone, no…
– No tengo frío. Llevame a Flores. Balbastro, entre San Pedrito y Lafuente, ahí donde hace la curvita.
– ¿A los monobloks?
– No.
– Me imagino que no vivís en situación de calle…
– Vos dale.
– Ni en el cementerio de Flores… (eso lo pensó, no lo dijo: pero es una leyenda urbana el caso de la muerta que toma un taxi hasta su “casa”, en el camposanto…)
No era un viaje alentador. No era una zona agradable. Y era una noche de viento helado y luna ausente.
Fernández suspiró hondo, y se dedicó a manejar.
Una cosa resultó favorable: poco tránsito. Enseguida estuvieron tomando la curva de Balbastro.
– Balbastro, la curva. ¿Dónde…?
– Unos metros más, en el paredón.
– El paredón del cementerio.
– Ajá. Ahí está la entrada. ¿La ves?
Sí, Fernández la veía. Una entrada majestuosa, como de depto de lujo, con alero para coches, luces indirectas, jardín. Fernández frenó de golpe, sorprendido.
– Estacionate en el parking, bajo el alero.
– Pero… aquí había solamente un paredón… Y algunas carpas de indigentes.
– Sos poco Pro vos –, dijo la mina, y estiró unos billetes.
– No, dólares no acepto. Dame pesos.
– Uy, tengo que buscar adentro. Bajate, te invito un trago.
– Estoy trabajando, señora.
– Señora tu hermana –, contestó, y movió el culo hacia el interior de la casa. – Ya vengo.
Pero no vino.
Fernández esperó un tiempo prudencial. Después tocó la bocina. Una. Dos. Cinco veces. Después se bajó y caminó en torno al auto. Y después llamó a la puerta.
Apenas tocó la madera todo el edificio se plegó.  Las paredes se sumergieron en el piso, la medida total se achicó, y la puerta se abrió con un chirrido dejando ver la cripta en su interior. El tipo que estaba en la puerta no dejaba lugar a dudas. Ni por el aspecto ni por el olor.
Nunca supo Fernández cómo salió de allí. Unas roturas en el pantalón lo hacen sospechar que trepó el muro, cosa bastante imposible.
El taxi estaba en la vereda, y los pibes ya tenían dos tuercas flojas.
– ¡Rajen o los quemo! –, gritó, apuntando un arma imaginaria, que en la oscuridad podría parecer desde una 22 a una Itaka.
Salió arando, rumbo a las luces.
Mientras musitaba, como una letanía. “los zombis no existen… los zombis no existen…”

viernes, 28 de noviembre de 2014

C797 1CxD02 171

C797 1CxD02 171   28 de noviembre de 2014

El taxi de Fernández – Llovía como llueve

© Jorge Claudio Morhain

Llovía como llueve en las ciudades tristes, dice la canción. Fernández estaba de algún modo triste.
Había hecho un buen día, como corresponde a las lluvias en la ciudad. Pero la humedad pringosa, los relámpagos, los parpadeos de la luz eléctrica, los embotellamientos, los derrapes, los semáforos, terminaron por entristecerlo. Así que decidió apagar el taxímetro, e irse a su casa.
Pero el semáforo estaba embotellado. Algo había pasado adelante, y era el tercer ciclo que perdía.
Durante todo ese tiempo veía a Brenda, mal guarecida en un refugio miserable y roto, empapada, temblando. No sabía que se llamaba Brenda. Pero sí sabía que se estaba pescando una pulmonía.
No, Fernández, eso no se hace. Pero lo hizo. Cuando abrió el semáforo paró junto al refugio, y bajó la ventanilla.
– Subí –, le dijo.
Ella se tocó el pecho con el índice, interrogativa.
– Sí, vos. – Ella no lo oía. Fernández le hacía señas.
Se arrimó a la ventanilla.
– Disculpe. Yo no lo llamé.
– No importa. Te llevo igual. Te estás empapando ahí.
– ¡¿Disculpe…?! –, Brenda miraba a todos lados. Estaba sola. Espantosamente sola. – Estoy esperando el colectivo.
– Ya sé. Pero el colectivo demora mucho. Subí. No te voy a cobrar. Ah… y tampoco te voy a violar, si eso estás pensando.
Brenda se quedó inmóvil, un lapso interminable. La lluvia, ahora fuera del refugio, le corría por la cara.
Abrió la puerta y entró al taxi.
– Solamente tengo la tarjeta SUBE.
– Bueno, voy a aceptar la SUBE… Tranquila. No me gusta manejar solo en la lluvia. Yo te hago un favor, vos me hacés un favor.
Un largo silencio.
– Lléveme hasta un subte. Yo me arreglo.
– ¿Vivís en el subte?
Un largo silencio.
– ¿Por qué lo hace…? No debí haber subido…
– Termínela. Lo hago porque tengo ganas de hacerlo. No le voy a cobrar nada. No la voy a llevar al subte, la voy a llevar a su casa… a menos que viva en Rosario. No la voy a molestar, me voy a quedar callado. No fumo. No tengo encendida la radio. Me llamo Fernández, como puede ver en la ficha, detrás de mi asiento.
– Gracias, Fernández. – le dio la dirección. – Que Dios se lo pague.
– Terminala.
– Bueno.
Un largo silencio.
– Me llamo Brenda. Y estaba huyendo de mi casa.
– ¿Te llevo al aeropuerto? Lo mejor es un avión…
– Gracias por el humor, Fernández… Estaba huyendo de mi casa, por eso salí sin plata, sin paraguas, sin abrigo. Sólo llevaba la SUBE.
– ¿Y ahora dónde te estoy llevando?
– A mi casa. Ahora… estoy volviendo.
Un largo silencio.
Fernández oyó sorber, delicadamente. La mina estaba llorando.
– ¿Te pega?
– Mucho.
– ¿Tenés hijos?
– Sí. No. Estoy embarazada. Por eso me pega.
– Hijo de puta. Mandalo a la mierda, Brenda. Denuncialo, y mandalo a la mierda.
Un largo silencio.
– No puedo…
Llanto. Llanto.
Fernández tenía un paquete de pañuelos en la guantera. Se los alcanzó.
– Brenda –, dijo al rato.
– ¿Qué?
– No me llores más.
Un largo silencio.
– Tu marido es un milico.
– ¿Cómo lo sabés?
– Y vos no sos su mujer. Sos su amante.
– Mmh…
– Y la casa es tuya.
– Fernández, ¿vos me levantaste por casualidad o me estuviste siguiendo?
– Tengo muchos años de volante, pichona. ¿Querés que te lleve a mi casa? Tengo un cuarto vacío, y no te cobro alquiler… Digo, no te cobro el alquiler que estás pensando. Mañana, con el sol, vemos qué hacemos.
Un largo silencio.
– Fernández…
– Brenda.
– Gracias.


jueves, 27 de noviembre de 2014

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C796 1CxD02 170   27 de noviembre de 2014

El taxi de Fernández: Mamá

© Jorga Claudio Morhain

Subió con una valijita, ansioso, apretando el celular y el pañuelo con el que se secaba el sudor.
– A la clínica Otamendi, por favor. Lo más rápido que pueda.
– Buenas tardes –, dijo Fernández.
El pasajero no le contestó. Acomodó la valijita sobre el asiento. Fernández estiró el cuello para tratar de ver por el retrovisor, ¿Tenía una rejillita esa valija?
– ¿Lleva una mascota? –, preguntó como al pasar.
El sudoroso se tomó unos minutos.
– No, es mi mamá. Sufrió un accidente.
– Ah… Lo siento.
– La agarró el tren. La llevaron al Otamendi, pero no habían encontrado la cabeza…
Estaban cerca, Entonces sonó una voz distinta. De mujer.
– ¿Falta mucho, querido?
– No, mamá -, contestó el pasajero. Estamos llegando. Enseguida te van a componer…
Fernández no veía el celular, pero seguro que el pasajero ansioso estaba hablando con manos libres, con la madre, en el sanatorio.
– Sanatorio Otamendi –, anunció Fernández.
– Ya estamos, mami. Ya estamos. Quedesé con el vuelto. – El pasajero extendía un billete de cien, mientras levantaba la valijita.
– Menos mal –, dijo la valijita. Bueno, eso le pareció a Fernández, que enseguida desechó la ocurrencia: habló el manos libres, seguro.
Vio al tipo correr hacia el hospital, con la valijita. Sí, tenía una rejillita. Y… parecía que goteaba.
Fernández estacionó unos metros más allá, maldiciendo por lo bajo, mientras se bajaba.
– El tarado dejó que su perro me mee el tapizado, seguro…
Abrió la puerta trasera. Sí, el tapizado tenía una mancha.
– ¿No te digo? ¡Y la puta…! – : tocó la mancha.
No, no era pis.
Era sangre.

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C795    1CxD02  169                        26 de noviembre de 2014

El taxi de Fernández – La sirena

© Jorge Claudio Morhain

El carburador estaba tosiendo de nuevo. Fernández largó una puteada y estacionó en el parque Uruguay, frente a ATC (o sea Canal 7, Fernández era de esos que se les pegan los nombres viejos: Yilét, Segba, Entel…), y abrió el capot. Sacó el filtro de aire, inspeccionó la boca del carburador. No se veía gran cosa… Se trepó al guardabarros y estiró la cabeza. Y se cayó adentro.
Estaba caliente. No tanto como para quemarse, pero sí como para sudar. El olor a nafta lo mareó un poco, pero enseguida se acostumbró. El metal estaba pulido y brillante. Con cuidado, descendió por el caño, tratando de encontrar la maldita basura que se cruzaba en el flujo. Justo donde empezaba el filtro, la encontró. Estaba hermosa, bajo la luz filtrada por el cartucho de plástico y el azul de la nafta súper. Dijo llamarse Fiamma, dijo que era una sirena de la nafta de alto octanaje, dijo que era un servicio extra de la compañía.
Fernández hizo todo lo posible para que la sirena de la nafta saliera con él, a dar una vuelta. No hubo caso. Mimos, besos, abrazos, promesas.
No se podía seguir así. Por último, con todo el dolor del alma, Fernández sacó del bolsillo el Limpiacarburadores en aerosol. Y disolvió a la sirena.
Después se hizo unos mates, y se sentó en un banco de la plaza, a pensar en la sirena de la nafta extra súper.

Los mejores amores son los imposibles.

martes, 25 de noviembre de 2014

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C794     1CxD02 168    25 de noviembre de 2014

El taxi de Fernández - El héroe

© Jorge Claudio Morhain

– Buenos días –, dijo. – Yo soy un héroe.
Fernández lo miró por el espejo retrovisor. Sí, estaba vestido como un personaje de historieta. Entre El Hombre Araña y Flash. Andá a saber cuál.
– ¿A Tecnópolis? – preguntó Fernández.
El héroe hizo una pausa, intrigado al parecer.
– ¿Por qué Tecnópolis?
– Hay un encuentro de historietas, con cosplay…
– ¿Qué es eso?
– Ah, no… Una fiesta de disfraces… de personajes de historieta. Superhéroes… como su disfraz.
– Lléveme a Carranza y Morelos. Allí hay un asalto importante.
– Si usted lo dice…
Por un rato el pasajero quedó en silencio. Fernández se dedicó a su volante, que bastante trabajo le daba. La calle estaba pesada. De pronto, el pasajero dijo:
– No es un disfraz.
– Si usted lo dice…
Fernández iba pensando en los asaltos de su juventud. Justamente en uno de ellos conoció a la Hilda. No sabía si había sido para bien o para mal, pero los chicos habían salido buenos. Pensó que si le decía a sus chicos que iba a un asalto no lo entenderían. Pero…
– Perdón… ¿Dijo que iba… a una fiesta?
– No es una fiesta. Están robando un banco. Tienen rehenes y quiero intervenir.
Fernández puso la radio, bajita.
– ¿Lo están pasando en la tele? ¿La radio dirá algo?
– No entiendo…
Fernández dejó las cosas así. Uno no tiene que hacer mucho caso de lo que dicen los pasajeros. Si no, terminaría peleándose la más de las veces…
A dos cuadras de Carranza y Morelos el héroe le puso una mano en el hombro.
– Déjeme acá, Fernández. Hay un cerco policial.
– ¿Sí? Son treinta y tres cincuenta…
El héroe le pagó.
– Disculpe. ¿Cómo piensa llegar si hay un cerco policial?
Ahora lo vio sonreír. Una buena sonrisa.
– No te preocupés, Fernández –, dijo.
El héroe bajó del coche. Soltó la capa que venía sosteniendo con el brazo, y se alejó del taxi de Fernández.
Se alejó volando.


viernes, 21 de noviembre de 2014

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C794 1CxD02 168    21 de noviembre de 2014

Piensa

© Jorge Claudio Morhain

En el medio de la batalla, el cruzado se puso a pensar. Malo. No se piensa en medio de las batallas. No se piensa antes de las batallas. No se piensa luego de las batallas. El soldado, en general, no debe pensar. Pero, cuando veía a esos sarracenos tan parecidos a sus camaradas, tan furiosos como sus camaradas, tan valientes como los suyos, arremetiendo, como si el espacio se pudiera forzar, si el empujón del hierro y la sangre pudiesen arrastrar al enemigo hasta hacerlo desaparecer. Ensayó un Padrenuestro, para apartar de sí la tentación. Gritó, para tapar con su voz todos esos fantasmas interiores. Revoleó la espada una y otra vez. A veces encontró carne. A veces no. De pronto se encontró cara a cara con otro soldado, con un sarraceno, montado en un corcel magnífico, como el suyo. La espada y la cimitarra quedaron trabadas, y los rostros de dientes listos a morder tan cerca. Entonces el cruzado oyó al sarraceno, o creyó oírlo, con voz clara y segura, una sola palabra:
PIENSA.
La luz del pensamiento invadió su espíritu, y, creyó, eso traería al Espíritu Santo y le daría toda la fuerza de la Cristiandad para acabar con quien usurpaba la tierra de Cristo. Pero no. Sólo lo llevó a vacilar el tiempo suficiente para que la cimitarra girase en el aire, esquivando el agarrón de la espada, y le rebanase la cabeza.
Mientras veía, misteriosamente y por designio de Dios, cómo su cabeza volaba por al aire alejándose de su cuerpo comprendía las verdaderas palabras del sarraceno, que no habían sido aquellas que demoraran su impulso. Decía:

ESTA ES MI TIERRA.

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C793 1CXD02 167    20 de noviembre de 2014

Alejandra

© Jorge Claudio Morhain

Rolando, el nuevo, trajo un elegante Tupper con alguna cosa que olía a retorcijón de ganas. Yo llegué primero, y estaba comiendo el abundante sándwich preparado por mí mismo, al mejor estilo de Dagwood (un personaje de historieta que ya nadie conoce) Luego vendría Martínez, con su rodete siempre torcido, y tomaría una sopa de sobre. Y al final, como siempre, Alejandra. Había sido un día de trabajo pesado, y en el pequeño comedor donde nos juntábamos a diario no había ambiente de joda, ni siquiera ese día, que jugaban River y Boca.
Alejandra se paró en seco a la entrada del comedor, y luego tiró sobre la mesa su Tupper. El microondas estaba vacío, de modo que a continuación destapó el Tupper  y lo introdujo para calentar su comida.
Alejandra…
Suelo sentarme, mientras como, esos días sin comentarios (la mitad de las veces, generalmente) a imaginarme una vida con Alejandra. Me gustó desde el día que entró en la oficina, precedida por una fama de genia (había trabajado en HP, IBM y MS) inaccesible, hierática, bella, misteriosa, profunda. Desde luego, ni se me ocurrió conversar con ella, pensé que sería como un bloque de hielo. Pero no. De repente nos encontramos charlando. Encontrando gustos comunes. Gestos espejo. Odios parecidos (cigarrillo, fútbol, tontos) Y no había mucho tiempo para charlar. El mediodía era el único momento compartido entre los cuatro empleados. Y para tener intimidad había que llegar primeros, o demorarse para quedar últimos. O tener intimidad de a cuatro.
Así, luego de tanto tiempo juntos, nos habíamos conocido bastante, Alejandra y yo. Pero solo hasta ahí. El resto lo había imaginado. Los roces inocentes. Los sentimientos compartidos: un llanto, una sonrisa, un doble sentido. Eso habría llevado a una intimidad constante. Y el día que ella se quemaría con la pava yo la contendría en mis brazos y besaría su herida, y ella alzaría la vista y me miraría con esos ojos de té y me daría un beso en la boca, muy suave, y luego seguimos así, meses y meses, encuentros furtivos, besos clandestinos, apretones apasionados. Todo hermoso, maravilloso, sublime. E imaginado, por eso tan perfecto.
Masticando el sándwich y sintiendo la sutil combinación de picantes y dulces, húmedos y secos, recordaba toda esa trayectoria imaginaria, que había ido elaborando poco a poco, yo con sándwiches y ella tan cerca. Tenía que agregarle otro episodio, hoy. Hoy…
Pero hoy la imaginación se encallaba, y el oleaje golpeaba, y la espuma no me dejaba ver más allá de la escollera. Algo interrumpía mi recuerdo imaginario: una barrera de realidad.
Ella se agitaba, parecía angustiada. Sacó el Tupper del microondas y lo dejó caer sobre la mesa. Tenía torrejas. Torrejas de seso, mi plato preferido. Abrí la boca para decírselo, pero su mirada me congeló. Y entonces el mar subió hasta mi altura, y boqueé, y el recuerdo completo me invadió. Y me avergonzó. Recordé la parte real de aquella novela imaginaria, recordé que ya le había dicho lo de las torrejas de seso, y comprendí que hoy las había cocinado especialmente para mí, y que yo me había olvidado, concentrado en el sándwich que se suponía me había reparado mi mujer (esa mujer que siempre alababa y que era tan imaginaria como el 60% de mi vida.
Y quise decirle, Mónica, no tengo mujer. Yo me hago los sándwiches, adoro esas torrejas de sesos y… y te adoro a vos.
Quise decírselo, pero no lo dije. El pibe nuevo, Rolando, le puso una mano en el hombro y le dio su pañuelo, porque ella está llorando mientras se atraganta con las torrejas de sesos.
Y ya es la hora de volver al trabajo.

Y de imaginar, mientras descuido la tarea, qué hubiera pasado si yo…

miércoles, 19 de noviembre de 2014

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C792 1CxD02 166     19 de noviembre de 2014

De miel

© Jorge Claudio Morhain

Sus ojos son color de miel: es imposible quitarla de mis propios ojos, de mis manos, de mi boca, de mi cuerpo, de mi mente, de mi alma. Las rubias de ojos de miel son así.  Lo que hay allí adentro es miel, y ya sabemos, la miel, aún sin tocarla, se te pega en las manos, la boca, el cuerpo, la mente, el alma y los ojos.
Claro, la rubia ojos-de-miel no es mía, lo cual no sería una novedad. Pero tiene dueño, sin entendemos esa relación antigua dueño-dominado. Si la entendemos de forma moderna, digamos que ella ama a alguien. Y lo ama bien. De modo que me queda, por descarte, la tortura lenta de la amistad. Peor aún, de la buena amistad.
Intento cosas locas. Calor. La miel se disuelve con calor. Es posible hacerla desaparecer al fin con agua caliente.  Pero es imposible. Yo no tengo agua caliente.
Agua, acaso. Mucha agua.
Por suerte, es temporada de lluvias. Y la lluvia lava todos los pecados. Así que saldré afuera, dejaré que me moje, que me golpee, que me raspe. Quizás aún me quede todavía algo de miel, bajo las uñas. Pero con toda seguridad la avalancha helada habrá limado mis recuerdos, apagado mis sensaciones. Empujado el carricoche inhábil del olvido.
La he visto, montada en el jamelgo esquelético que lleva a tumbos ese carricoche irreal, que parece siempre fuera de foco. Desdibujada, también ella, por la lluvia. Pero oliendo a miel.
Mejor así.
Seguiré con el café amargo. Tampoco me gusta el azúcar.


martes, 18 de noviembre de 2014

C791 1CxD02 165

C791   1CxD02 165   18 de noviembre de 2014

1,20 x 1 metro, paneles, botonera, anotador, auriculares, mate

© Jorge Claudio Morhain

– Comprendo. ¿Qué clase de dolor?
– ¿Cómo qué clase? ¿Hay clases de dolor? ¡Me duele, doctor! ¿No comprende? ¡Me duele!
– Cálmese, por favor. No soy doctor. Simplemente quiero saber qué síntomas tiene para derivarla a un doctor.
– Me duele todo. Me duele el alma. Me duele… el pecho. Donde…
– Ajá. ¿Un dolor agudo, o como sordo, generalizado?
– Agudo, como si se me clavara algo. Pero me invade todo el pecho, ¿no entiende?
– Entiendo. ¿Siente como si la aplastaran?
– …
– Señora…
– ¿Usted me está cargando? Le digo que me duele, y usted pregunta si me aplastan. ¿Qué te pensás, que me duele porque hay un tipo encima de mí que me está penetrando?
– No, señora. Un dolor en el pecho, me dijo. ¿Sensación de que le aplastan el pecho? Solo sensación.
– Puede ser. O no. A ver… No, no siento aplastamiento. El dolor está en el centro del pecho. Por debajo de mis mamas, ¿me entiende? Donde…
– ¿Hace mucho que comió?
– ¿Qué tiene que ver?
– ¿Sufre del estómago? ¿Tiene gastritis?
– ¿Por qué no se deja de joder y me manda la ambulancia?
– Aún no me ha dicho su dirección.
– Billinghurts 1224, departamento 12.
– Le envío la ambulancia con un médico generalista. Estará ahí en…
– Doctor…
– ¿Sí?
– ¿Qué hago con la sangre?
– No me habló de sangre, señora.
– ¡Le hablo ahora! Creo que una bala entró por el estómago…
Estoy oprimiendo el switch que me comunica directamente con el 911.
– Enseguida estamos allá, señora. Haga un bollo de trapos, y oprímalos sobre la herida. ¿Me entendió?
– Sí… Apúrese, doctor…
– Sí, 911. Un posible herido de bala, un femenino. Le paso la dirección…
El mate, como siempre, ha vuelto a enfriarse. Me tomo un descanso para ir a buscar agua nueva al dispenser. Faltan tres horas para irme. Por la ventana se ve claridad. Por ahí anda el sol, haciendo fuerza para subir.
Vuelvo con el termo caliente, y me siento nuevamente. Eso habilita mi línea. Ya está llamando.
– Servicio de emergencias.
– ¿Es usted…?
– Perdón…
– Usted, que me preguntó si me aplastaban el pecho.
– Ah, sí. Es muy raro que entre de nuevo en el mismo operador. Somos unos cuantos… ¿Llegó la policía…?
– …
– ¿Señora?
– Gracias.
– Por favor. Es mi trabajo. No llore. Necesita fuerzas para reponerse. Mucha suerte. Adiós.
Un mate. El mate reconforta. Como la mano de un amigo.


lunes, 17 de noviembre de 2014

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C790     1CxD02 164      17 de noviembre de 2014

Cuentos  berretas

© Jorge Claudio Morhain

Me vino con cuentos. Odio que me vengan con cuentos.
Quién va a creer que ella, una nena fea, decididamente fea y gorda, llena de acné pustulento, con los dientes torcidos, tosca como su madre, pueda ser asediada a la salida del colegio. Le di una cacheada y la mandé a dormir sin comer. Más tarde le llevé un par de torrejas y un vaso de Coca, pero la hija de su madre había estado comiendo turrón que robó del paquete reservado para Navidad. Le iba a dar otra cachetada pero me contuve, a la final una se la aguanta. Me sonrió con cara de boba y me pidió un beso. Hice un esfuerzo y cerré los ojos estirando la trompa hasta rozar la cara pinchuda de la gorda. Después me fui más rápido que ligero, porque no aguanto el olor de esa pieza. No sé por qué el Cholo se empeña en tener ese contrapeso con nosotros. Mejor sería que se lo llevara su ex, así deja de venir cada quince días a llorarnos toda la tarde haciéndole mimos. Parece que me lo hace de propósito. Casi dos años ya, y nada. Andá a saber de quién es hija la guacha, seguro que del Cholo no.

Hoy se demoró de nuevo. La persiguen los chicos, dice. A mí me lo va a hacer creer. Seguro le roba plata al padre, porque que a mí no, y se va a tomar helados o a zamparse chocolatines, a lo mejor con otras compinches tan fea como ella. Hoy ni caso le hice. Vino con la cabeza gacha, agarró un plato, puso guiso en el microondas, extendió un mantelito y comió sola. Ni la miré. Después lavó el plato y lo secó y lo puso en su lugar, y se fue a la pieza. Esta anda en algo. A mí no me jode.

El Cholo me armó un quilombo porque encontró un Evatest en el baño. Dice que si tanto quiero un hijo por qué no cuido un poco más a la gorda, y que si no le gusta así que ya sé dónde está la puerta. Todo por la hija de puta esa, que seguro se compró el Evatest para jugar, para ver cómo era, o a lo mejor es de una amiga, porque, carajo, el que está tirado en el tacho del baño da positivo.

Hoy le dije que sí al repartidor de Ivess, y me fui a la mierda. El Cholo se va a poner como loco. Pero que se quede cogiendo a la hija. Es el único que puede mirarla o acosarla, como ella dice. Me va a hacer creer que son los compañeros. Es el Cholo, me juego la cabeza. No me chupo el dedo. Ahí tiene, embarazó a la hija. Cornudo de mierda. A la hija sí, y a mí nada. Ahí tiene. Que se quede con ella.

Y si me ven una lágrima es de bronca, no me vengan con boludeces, ¿eh?



jueves, 13 de noviembre de 2014

C789 1CxD02 163



C789     1Cx02 163    13 de noviembre de 2014

Veinte años no es nada

© Jorge Claudio Morhain

El café estaba frío. Lamentablemente frío.
Ella estaba sentada en el extremo de la silla, casi cayéndose. Él, enfrente, parecía estar envuelto en una nube de humo espeso, aunque nadie fumaba.
– Veinte años. Hace veinte años, Maira.
– Veinte años, Carlos.
José acababa de resumir en una perorata monótona y sin pausas veinte años de ausencia, veinte años de esperanza, veinte años de pérdida.
– Pero los dos hicimos nuestras vidas.
– De hecho, las teníamos bastante avanzadas.
– Y seguimos. Sólo que sin vos. Sólo que sin mí.
Ella pensó que qué bueno sería estirar la mano y acariciar la del hombre.
Él hubiese querido besar aquellos labios sin pintar, o acaso pintados sin color.
El dijo:
– ¿Cómo es tu casa ahora?
Ella sonrió. Se puso de pie. Él la siguió. Iban hacia la calle. Y las calles son portales hacia cualquier parte.
Frente al bar, ella dijo:
– Veinte años, Carlos.
– Chau.
Alguien, acaso él, acaso ella, acaso una radio, acaso nadie, cantaba muy quedamente una canción que dice “Veinte años no es nada: volver la mirada.”

martes, 11 de noviembre de 2014

P- 1CxD02 162

P- 1CxD02  162 (11 de noviembre de 2014)

La herida del árbol

© Jorge Claudio Morhain


Si encuentras la herida
Del árbol,
Descubrirás sin duda que aún está tu nombre.
Sobre la marca oscura de tus letras,
Sobre la línea espesa de tu sangre,
Sobre el olvido azul de aquella noche,
Sobre el canto velado de los pájaros,
Sobre el mágico discurso del silencio,
Sobre los pasos enguantados que llegaban,
Estará, incólume, despierto,
El agudo filo del recuerdo.
Estará, aunque no creas, esperando,
Estará, sin dudas, acechando,
Y tu ilusión, y tu deseo, y tu soledad,
Serán tan sólo cristal para la piedra
Grandiosa, enorme, de mis besos.
Y habrá, seguro, un remolino,
Que llevará de intento la hojarasca.
Y luego, algún día, vendrá una gran tormenta,
Que arrancará de cuajo el árbol viejo.
Y no estará ya más tu nombre ni el mío, ni el recuerdo.
Y habremos dejado, como manchas,
Las tímidas letras de un papel impreso.
Para siempre.




lunes, 10 de noviembre de 2014

C788 1CxD02 161

C788   1CxD02 161   (10 de noviembre de 2014)

Frío

© Jorge Claudio Morhain

Temblaba. Temblaba. Temblaba.
Creía oír, afuera, los crujidos de la escarcha, creciendo, invadiendo todo. A su lado, el hombre se vestía, dispuesto a irse.
La luz iba aumentando. El día llegaba, cruel y helado.
Hacía frío, pero el frío interior era más profundo que el de afuera. El frío que había nacido de él, de sus palabras, de su desapego final.
Ella se arrebujó en el edredón, y encendió la estufa eléctrica.
El hombre apenas la miró, desde la puerta.
“Chau”, dijo, sin mirarla. Ella no le contestó. No quería que la viera llorar, la última vez que la veía.

Estuvo inmóvil casi una hora. Luego se vistió, calentó la leche y el agua. Hizo el desayuno y preparó mates. Enseguida volvería su marido, del trabajo.

viernes, 7 de noviembre de 2014

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C787     1cxD02- 160     (7 de noviembre de 2014)

Encuentros en el 60

© Jorge Claudio Morhain

La primera vez me pareció una vieja. Una vieja astrosa, pobre, famélica, indecente, con una mirada extraviada que parecía quejarse de todo lo que los demás ostentaban, ya fuese galletitas, caramelos o simplemente cachetes rollizos. Viajaba en el 60, agarrada –colgada– del pasamano, y me daba la triste impresión de una media res vieja y reseca, colgada de un riel de carnicería, sin nadie que la compre.
La primera vez eché mano al perfume, que es como mi burbuja. Cuando algo me ataca me envuelvo en una nubecita de perfume de Carolina Herrera, y todo pasa.
No sé dónde subió ni dónde bajó. Era de mañana, cuando yo iba al trabajo.
La segunda vez fue de vuelta del trabajo, casi a la hora de la siesta, y ya no estaba tan vieja, ni tan arrugada, ni tan hambrienta. Pero era ella. Nadie tenía esa mirada tan ávida y desafiante. Tampoco viajaba parada: estaba sentada en el último asiento del medio, en la altura, y desde allí parecía la Soberana de un país de súbditos despreciables.
No usé el perfume. Usé al Anne Rice, mi tremendo libraco, y eso me impidió, nuevamente, saber dónde subía o dónde bajaba.
Pero a la tercera, la vencida, según dicen, el micro se rompió, entrando la noche. Bajamos todos. Un muchacho lleno de vida (y esperanza), un señor gordito de colita, una secretaria enfundada en cualquier cosa que pareciera una funda, y… la vieja. Que ya no era una vieja. Ahora parecía una ama de casa gastada, con profundas arrugas y marcas de la vida. Su mirada soberbia estaba como resignada, como si hubiera bajado la guardia. Y justo a mí, vino a hablarme.
– ¡Qué cosa!
– Mmh. Sí.
– Cada vez peor. Este gobierno no da para más.
– Perdón… ¿Por qué el gobierno…? –yo sé que no debo preguntar eso, porque es la llave para desatar una verborrea llena de slogans y lugares comunes. Pero no…
– Vas a llegar tarde a tu casa –, me dijo.
– No, no voy a mi casa. Pero no importa. Igual voy a llegar tarde.
– Yo ya estoy atrasada. Años atrasada.
La miré inquisitiva.
– Es muy difícil conseguir mi tipo de sangre… – me dijo, a modo de explicación.
– Tiene que hacerse transfusiones… – quise aclarar.
– Más o menos.
– Yo soy O RH positivo, creo que es el grupo más común.
– Sí, ya me di cuenta. Yo soy AB, RH negativo.
– Ay, yo tengo ese grupo… – exclamó el muchacho lleno de vida y esperanza.
A la vieja –ama de casa gastada– se le iluminaron los ojitos. Desde ese momento dejó de darme bola y se encariñó con el mino. El colectivero, que andaba suelto y con ganas de ligar, se prendió conmigo. Me contó la historia del micro, de la empresa y de la soledad que significa manejar todo el día solo, y en eso llegó el auxilio y me lo sacó de encima. Enseguida llegó otro 60, y nos fuimos. Lo único que me interesaba era encontrarme con Roberto, así que de ahí en más tengo una laguna.
Los otros días volví a verla. Ya no era una ama de cada gastada, con suerte era un ama d casa. Pero una de esas amas de casa que se cuidan como si un día viniera Bazán a hacerles una nota o Tinelli a hacerles un casting. No me conoció. Yo, apenas. No hay, pensé yo, como una buena cama para levantar a una mina.
Porque sería eso, me imagino.


miércoles, 5 de noviembre de 2014

C786 1CxD02 159

C786   1CxD02 159     (5 de noviembre de 2014)

El futuro

© Jorge Claudio Morhain


El abuelo dijo que no fuera, pero ¿cuál es la ciencia del abuelo? Siempre aferrado a su tierra, siempre mirando las estrellas. Él ni siquiera sabía que había un río tan grande que no tenía Otra Orilla. Aunque ahora tampoco cree que los que lo han visto digan la verdad. Sin embargo, ahí están los extranjeros, que cruzaron ese río, con sus con pieles de colores extraños, con trozos de metal encima. Los jóvenes iremos a su encuentro. Los jóvenes sabemos lo que es necesario para el futuro. Todos queremos conocer el animal que ruge y que no es un tigre, el animal que se ponen entre las piernas y los lleva de un lado a otro, los tubos de los que sale el trueno. Todos queremos sabe si es cierto, o es deformación de los dichos de boca en boca. Y allá vamos. A conocerlos. Ellos son el futuro. Nosotros, y el abuelo, el pasado.

martes, 4 de noviembre de 2014

C786 1CxD02 159

C786   1CxD02  159    (4 de noviembre de 2014)

Damero

© Jorge Claudio Morhain


Terminó de llover. Cuando el agua se retiró del campo, dejó al descubierto el extenso  damero de una ciudad colonial, perdida. Como nadie sabía jugar a las damas, araron el campo y sembraron soja.

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C783  1CxD02 156  (31 de octubre de 2014)

Mi amante

© Jorge Claudio Morhain

Mi pequeña amante es suave, delicada, callada, misteriosa, hasta tierna a veces, amiga. Eso cuando los vientos soplan del lado del sol, o de la luna, o de las estrellas amigas.
Mi pequeña amante puede ser cruel, despótica, angustiante, tozuda, hiriente, despótica, lacrimosa. Dolorosa. Eso cuando soplan los vientos del infierno.
Trato de evitarla, muchas veces, trato de distraer mi atención, trato de impedir que me atrape. A veces lo logro. Pero hay algo, no sé, tal vez esté impregnado con su olor, porque los demás terminan apartándose, haciéndole lugar, para que venga a buscarme.
Sé que la maldita ni siquiera es mi amante exclusiva. He descubierto que comparte sus noches con muchísimos otros, y sus días con algunos menos. Es promiscua, persistente, descarada. Y descubro por qué los demás saben de mi amante. Yo les noto en la cara cuando la comparten conmigo. Seguro que ellos también lo hacen. Y saben que pertenecemos a esa especie de cofradía. Si al menos fuese una amante moderna, y permitiese la Mènage a Trois, o el swinging… Imposible,  sé que eso la destrozaría, la mataría, la aniquilaría.
Es una puta. Me canso de decírselo. Me dice que no busca a la gente por plata, y que eso la libera de culpa. Mentira. Es una puta arrastrada. La odio. Y la amo. Eso sí, jamás la llamo. Ella se encarga de buscarme, tranquilamente, aplastantemente.
Es que, además, hay momentos en que la necesito, imperiosamente. Necesito que me susurre en el oído, que me cuente cosas, que me haga promesas. Necesito sus caricias. Necesito su presencia.
Hay quien, sin embargo, no la conoce, o apenas la ha entrevisto. Claro, generalmente eso basta para desearla. Hasta para llamarla, para pedirla, para añorarla. A veces, con esa gente, se hace rogar, es difícil, caprichosa. Los otros, los amantes permanentes, no los envidiamos. Les deseamos que no vuelvan a verla, que la olviden. Pero, ya dije: verla es quererla.
Mírenla, ahora mismo, recostada sobre mi hombro, mirando lo que escribo. No, no me digan que es hermosa. Es odiosa. Es despreciable. Quisiera que se vaya y no vuelva… Miento, miento, miento. Quiero que esté, quiero que me acompañe, quiero que me ayude, siempre, siempre.
Mi pequeña amante…
Qué voy, qué vamos a hacer.
Joaquín Sabina, filósofo recurrente, la llama “Inoportuna”, y la nombra. Nuestra pequeña amante se llama Soledad.