LOS
MULAS (1CxD02 – 002 – 20/4/14)
Subir la
última colina fue el trabajo más pesado. El vehículo portador no era muy amante
de los frenos, y aunque la baja gravedad los favorecía, hubo que empujar duro.
Por fin,
llegaron al borde. Desde allí se veía toda la Colonia. Abandonada.
Aún flotaba
en el aire tenue la última nube química de la espacionave, que había partido
hacía dos días del planeta.
Más allá,
había actividad en las minas. Habría que decirles a los mulas que ya no se iba
a necesitar de su tarea. Que podían volver a su vida normal.
Era difícil
que alguien se acordase cómo era su vida normal.
Luego de
tomar aliento, mucho aliento, Ban y Ana dejaron ir lentamente al portador hacia
la escuela. Bah, hacia el burdel. O quizás ahora habría que volver a llamarlo
escuela.
Fue escuela
en los primeros tiempos, cuando las tripulaciones pasaban años y hasta décadas
en el planeta, cuando los mulas no estaban aún totalmente acondicionados al
trabajo de las minas, cuando las comunicaciones no eran tan eficientes.
Pero pronto
no quedaron niños. Decididamente, este mundo no era lugar para criar humanos. Y
luego vino la prohibición de gestar en el planeta. Muchos de los niños, acaso
todos, tuvieron serios problemas al volver a casa. El aire: demasiado delgado,
demasiado complicado en su química, les modificaba algo en los pulmones. Y,
claro, a la Compañía le costaba demasiado mantenerlos, de regreso, pagar sus
gastos médicos, asegurarles una vida normal.
Si es que
alguna vez su vida fue normal.
Se podía
evitar esa complicación, utilizando los respiradores, que eran cada vez más
pequeños y eficientes. Filtraban el aire, le quitaban sustancias y le agregaban
otras: lo hacían humano. Ban y Ana habían renunciado a ellos hace años.
Así que
aquel hermoso edificio perfectamente acondicionado para escuela, acaso el mejor
de la Colonia, pasó a ser el burdel, el burdel más hermoso perfectamente
acondicionado de la Colonia. Ban y Ana habían cambiado su rol de maestros.
Pero todo
pasa, como dijo algún filósofo perdido en la hojarasca del tiempo. Y las minas
dejaron de ser rentables. Nunca se supo si se agotaron o si el material fue
sustituido por otro.
Y así terminó
todo. Quedaban ellos dos. Solos. Con una estación de comunicaciones. Con un
pueblo vacío. Con una escuela-burdel, o burdel-escuela.
Y los
mulas.
Además de
educar a los niños de los colonos, los maestros se ocupaban de instruir a los
mulas, los nativos del planeta. La Colonia había prohibido hacía mucho el
término “adiestrar” porque era humillante para los nativos. Aunque, claro,
todos estaban de acuerdo que era la palabra más gráfica.
Tampoco
ayudaba su forma, más parecida a una hormiga erguida que a un humano. Por lo
demás, eran gente pacífica, ordenada, familiera.
Ban y Ana
terminaban de llevar a la escuela-burdel el último instrumental que había sido
derivado a los campos de control lejano, que ya no existían. Con eso la escuela
volvía a tener todo su equipo. Completo.
Estaban
listos para formar, ellos dos solos, a toda una multitud de infantes. Tenían
toda la tecnología, todas las herramientas. Y toda la energía que provenía de
aquel mismo mineral que fuera tan preciado en el pasado para los humanos.
Claro que,
tal como Ana esquivaba decirle a Ban, tal como Ban disimulaba frente a Ana, no
habría a quién enseñar.
Estaban
solos.
Solos.
Ante las
hermosas puertas de la escuela-burdel, se tomaron el último respiro. Accionaron
las claves, y entraron.
Adentro
estaban los alumnos. Correctamente ubicados, listos para la primera clase.
Eran los
mulas.
Ana sufrió
un mareo, y Ban la sostuvo.
Algo se
movió dentro suyo.
–No
esperaba esto, Ana –dijo Ban. Pero es evidente que ellos lo han organizado.
Tenemos alumnos. No son humanos, pero…
–Pero son
alumnos, Ban. ¿Por qué no?
Volvió a
moverse.
–¿Estás
bien…?
–Sí… Solo
que… ya patea…
Ban abrazó
muy fuerte a Ana. El bebé, el hijo clandestino que habían concebido
transgrediendo las reglas, crecía fuerte dentro de su madre.
Los mulas
aplaudieron.
De algún
modo, los mulas sabían lo que estaba sucediendo.
De algún
modo.
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