1CxD02- 011 (29 de abril de 2014
VIENTO Y PAMPA
Sin que nada hiciera preverlo, un abrupto
tajo cortó la pampa delante de los caballos. El cañadón pasaba casi sin aviso:
había que ser baqueano para haber advertido los leves signos de desagües que se
intrincaban entre las pajas. O el descenso, hacía rato, de la bandada de
cuervillos migrantes. Martín María no era lo que se dice un baqueano
profesional, de los que puede contratar una tropa o una partida. Pero había
vivido lo suficiente en el campo como para buscar esos pequeños detalles, que
rompían la monotonía de una cabalgata, prometiendo sosiego y agua fresca.
El grupo bajó por uno de los cortes, hacia
la playita donde el agua se expandía, donde los cuervillos hacían un jolgorio
que se interrumpió apenas los caballos encararon la cañada. De todos modos, el
espectáculo de partida de la bandada
merecía contemplarse.
– ¡Qué hermoso! – dijo Damiana.
– ¿Hacemos un alto en el arroyo, Martín
María? –El padre de Damiana estaba molesto y trataba de disimularlo. Molesto
con el calor, Molesto con los zancudos. Molesto con el caballo. Molesto.
– Nada más que para que los pingos echen un
trago, don Maturana. Estamos cerca…
Damiana suspiró, oliendo el agua de colonia
de su pañuelo de seda. Acaso se escapó un sollozo. Que sólo oyó Martín María. O
tal vez tan sólo lo imaginó, el muchacho.
Los hombres –Martín, don Maturana y el
Zoilo, el puestero –desmontaron, manteniendo a los caballos por el cabestro.
Martín ofreció ayuda a la dama, visto que
nadie lo hacía.
La pequeña mano de la joven tembló entre
los dedos del hombre. Martín miró el suelo donde iba a pisar Damiana, para
ocultar el terrible rubor que lo cubrió de repente.
– Martín… –ella habló tan quedamente que su
voz apenas llegó a los oídos de Martín. – Es a vos…
– Cuidado, niña. No se vaya a lastimar,
ahora que va a… – “ahora que va a buscar a Rosales, su prometido, para
casarse”, debió decir. Como lo había ensayado, por si se daba un encuentro
privado, como este. Pero no pudo. Se le quebró la ironía en la garganta. Una
palabra más iría con un sollozo, y eso no es de hombres, carajo.
Martín se apartó veloz, con el caballo de
tiro. Maturana los miraba fijamente.
– Una gelopeadita más adelante y viene la
horqueta que Rosales usa como esquina pa’ amontonar la hacienda, don Maturana.
Ahí nomás están las casas.
– Estoy pensando…
– ¿Sí, patrón?
– Te has criado en mi estancia, Martín
María. Casi junto con Damiana. Uno entiende ciertas cosas, por eso…
– ¿Sí, don Maturana…?
– Por eso es mejor que no cruces el arroyo,
y te vuelvas a las casas. De acá en más es fácil llegar, como vos lo dijiste. Y
te aprecio, y prefiero mantenerte entero, hasta el día en que seas mi capataz.
– ¿Yo…?
Pero Maturana ya había dicho lo que tenía
que decir. Un estanciero no se pone a conversar con los peones. Cuando fuera
capataz, todavía. Pero ahora era mejor ayudar a Damiana a montar. E irse.
Damiana apretó el pañuelo contra su rostro,
como si esquivara un olor presentido. Montó, mirando al joven que mantenía
apartado a su caballo.
– Vamos –, dijo Maturana.
Los caballos encararon el arroyo, que en el
playado se hacía vado. Martín María los veía irse, de pie, con las riendas en
la mano.
– ¡Pero… ¿Martín no viene…?! –dijo,
volviendo la cabeza.
Maturana pegó un lonjazo a la grupa del
caballo de Damiana, que tuvo que aferrarse en la brusca estampida. Se alejaron
al galope.
Mientras montaba lentamente, para volverse
a las casas, Martín María creyó oír un grito. Agudo, desgarrado. Creyó oír su
nombre, en el viento.
El viento de la pampa se disfraza de muchas
cosas.
Martín encaró la arribada, y se volvió a la
estancia, al paso lento, como para no llegar nunca.
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