1CxD02- 005 (23 de abril de 2014)
Elenita
y el lobo
Elena salió de noche, porque se quedaron
sin fósforos. Quedarse sin fósforos era grave, en Las Ortigas, aquel paraje en
medio de la inmensidad. Digo paraje porque no daba, no daba para aldea, ni para
pueblito.
Claro, el único Almacén de Ramos Generales
( “Autoservicio”) estaría cerrado, pero don Luis vivía al lado, y no le iba a
dejar de vender fósforos a una nena.
La nena, claro, Elena. Mamá se estaba
reponiendo de una operación misteriosa, y no podía caminar. Y Atilio tenía 5
años. Casi dos años más chico, un bebecito. Y hacía frío.
Por lo menos (pensaba Elena) no habría
lobos, porque los lobos salen cuando hace calor. “Y en otro continente, nena;
del otro lado del mar”, le decía Mamá cuando ella hablaba de lobos. Claro, los
únicos lobos de Sudamérica estaban en los zoológicos. Lo que había acá eran
perros grandes. Como este.
Chicho, Chicho…
Mueve la cola. ¿Eso es bueno? Ay, qué boca.
Mejor me detengo, hago castañetas con los dedos. No me sale. Se me viene.
Vacila. Uy, traga, muestra los dientes. ¿Y si corro?
“Tené cuidado, Elenita. Y sobre todo, no corras.
Podés caerte en la oscuridad, y estás sola”, dijo mamá.
El lobo arañó la tierra, un poco más cerca.
Mamá dice que no hay lobos por acá. Pero esto parece un lobo. A lo mejor me
habla.
–
Hola, lobo –dijo Elena.
–
Hola, Elena –dijo el lobo.
Bueno, no dijo el lobo. El lobo sacó medio
metro de lengua y le lavó la cara a Caperucita, digo a Elena. Lo que pasa es
que Elena se sentía, parada frente al perrazo, como Caperucita en el bosque.
–
¿Vamos? –dijo Elena.
El lobo no dijo nada, pero la acompañó
hasta el Autoservicio cerrado y la casa de don Luis, y después que Elena compró
fósforos la acompañó de vuelta a su casa. Y se quedó gimiendo en la puerta.
–
¿Te fue bien, Elenita?
–preguntó mamá.
–
Rebien, mami. Me acompañó un
lobo, ida y vuelta. Es mi amigo.
(Qué imaginación tienen los niños, pensaba
mamá)
–
Los lobos no son de este país,
Elenita. –dijo, de todos modos.
–
No, mamá –respondió Elena,
mientras veía por la ventana a su amigo el lobo meneando la cola.
(No vamos a discutir –pensaba–. Los grandes
no saben nada)
El perrazo, perdón: el lobo, se puso a
aullar.
Je.
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