1CxD02-009 (27 de abril de 2014)
TERESA, EL ARROYO CEBEY Y OTROS MISTERIOS
PUEBLERINOS
Al borde de la ruta 6, entre Cañuelas y
Marcos Paz, un arroyo cruza por debajo del asfalto. Es un arroyo importante
para el partido de Cañuelas, por diversos avatares históricos que no hacen a
este caso reciente que conmueve las páginas policiales.
Teresa Buenaverría, de una de las más
rancias familias de Cañuelas (tan rancia como la leche de dos días que le daban
a los chanchos en el tambo de los Buenaverría cuando no quisieron transar con
La Serenísima – aunque finalmente tuvieron que hacerlo con Danone -) había
aparecido muerta en el arroyo Cebey, a metros de la ruta, en una zona de
pajonales y bolsas de plástico, por los que se desvivía con heroica inutilidad la
Acumar (Autoridad de la Cuenca Matanza-Riachuelo)
La noticia apareció en la edición on-line
de un periódico local cuyo nombre se me ha prohibido mencionar, a consecuencia
de las derivaciones que pasaremos a contar brevemente.
Era cerca del amanecer, verano entrado, de
modo que un sol tembloroso se animaba con el horizonte inmenso. Parece mentira,
pero diez periodistas y cuatro patrulleros habían leído el posteo de las 4 de
la madrugada.
Los más precavidos habían traído botas. Los
más ineptos, ojotas. Se deslizaron por el terraplén hasta el arroyo, y los
golpeó el olor, pese a que la fresca no era como la calina del mediodía.
Alguien notó que no era olor a muerto – lo esperado – sino a pudrición. A agua
estancada, a desechos orgánicos desaprensivamente trasladados por la corriente
desde placenteros lugares aguas arriba: como ser, barrios cerrados y
country-clubes.
Estando la policía, sudorosa tan temprano y
conteniendo apenas su uniforme la panza matera, los dejaron que se mandaran, no
fuera a haber un pozo… Pozo en el que el sargento Urrita y la caba Serena se
metieron meticulosa y súbitamente.
- ¡Me cago en la mierda verde de mi crío! –
esbozó poéticamente Urrita. Serena hizo honor a su nombre. Todo el tiempo. Aun
cuando algún periodista zarpado le fotografió la tanga que brillaba sobre su
culo, al agacharse a remover las pajas.
Bueno, en síntesis, a las diez de la
mañana, con tres kilómetros recorridos a la vera del Cebey, al sur, y, por las
dudas, al norte de la 6, levantaron campamento.
Sencillo: El cadáver de Teresa Buenaverría
no estaba en el Cebey.
- ¿No será en el Cañuelas? – sugirió el
Coreano (no, ni ojos rasgados ni piel amarilla ni nada por el estilo: lo
llamaban “Coreano” porque era fama que se había mamado a full con una cerveza
coreana traída de un “supelmelcado” del abasto)
El barba colorada, que veía acercarse la
hora del noticiero del 4 (donde era locutor) (y productor) (y personal de
limpieza) (y dueño) objetó la medida, aduciendo que el clima tórrido no
garantizaba que las medialunas se conservasen calientes en el canal. El Coreano
asintió, y Cerroburúa –el barba – suspiró con alivio, porque los otros eran
pichis capaz de seguir la pista hasta el Riachuelo.
Y además porque ya habían planeado una
visita a La Otoñera, la estancísima de los Buenaverría, para entrevistar a don
Lucio Buenaverría, famoso ingeniero que tenía en su haber una sarta de puentes
y edificios osados por todo el país, y una estancia con música en el tambo.
Lo malo es que don Lucio estaba en Europa.
¿No será que la mujer se fue hasta Ezeiza, a tomar el primer vuelo a Europa?
- No, mi amigo, no. Tenemos a toda la peonada
de testigo, a la gente de la ciudad encima, creo que hasta el mismo intendente
Prieta, que estuvo recibiendo sus quejas por el estado del camino a su estancia
– dijo Calvo, el capataz casi tan gordo como Urrita.
- ¿Y cuándo la mataron?
- ¡¿La mataron?! ¡Dios libre y guarde!
¿Cuándo? ¿Quién? ¡Carajo, el patrón me va a cortar las bolas!
En fin, en la estancia sólo la habían visto
salir en su Hilux a media tarde, hacia la intendencia, y sabían que había
estado por el noticiero de la noche, por el 4. Creían que se había quedado en
la casa del pueblo. Es decir, de la ciudad.
Pero a la casa de la ciudad ya había ido el
Coreano. Y, por la tierra acumulada junto a las puertas, nadie había entrado
ahí hacía varios meses. Ni habían cortado el pasto. Y quién sabe si tenían luz.
(Qué extraño) pensó Coreano, gran devorador
de novelas policiales. (¿Por qué mierda tienen esta casa abandonada, porque no
hay otra palabra mejor para esto? Gente de guita, de mucha guita, carajo…)
Ahí fue donde decidió investigar a la
familia, partiendo de la Biblioteca de Babel (Cerroburúa llamaba así a Internet,
para que le preguntaran de dónde había sacado eso y le permitieran contar que
había no sólo leído sino hasta reporteado a Borges en ocasión de su visita a
Cañuelas; algún mal pensado sacaba la cuenta, y deducía la increíble precocidad
del barba)
Teresa Weirdh de Buenaverría no era NYC de
Cañuelas. Aparentemente, don Lucio la había encontrado en Asturias, o en la
Alsacia, o acaso en Kosovo. No parecía, empero, porque el acento era bien, pero
bien porteño. Ah, “NYC” quiere decir “Nacida y Criada”, por si alguien no lo
sabe.
Don Lucio, como arquitecto casi prócer de
la Argentina, había recorrido el mundo haciendo obras. La Torre Infanzona de
Malabares, al sur de España, el puente sobre el Ardou, en el Loira francés. La
reconstrucción de la Abadía de San Humberto, en Yugoslavia, destruida por la
guerra. El puente Smith & Chávez sobre la estación Am-Track de Minning
Cave, en Minessota. La canalización del río Caquetá, en el Parque Nacional
Cahuinarí, en Colombia. Ocho monumentos en Angra Ouvida, en el nordeste brasileño.
Y siguen las firmas.
El Coreano se olvidó del Cebey, de la
muerta que no estaba, y se sumergió en una gira por el mundo a través de las
obras de Lucio Buenaverría.
Fascinante. Las obras de Yugoslavia, el
puente americano, y, sobre todo, la selva espesa de Colombia habían quedado
marcados con el genio del cañuelense. ¿Por qué no se lo había reconocido aquí?
¿Acaso para cumplir a la letra el mandato del profeta en su tierra? Pero el
Coreano investigaba un crimen. Y no la vida profesional de don Lucio.
Con la caída de la tarde apagó el ventilador,
se puso los pantalones y decidió ir a tomarse una cerveza. Tenía los ojos
cruzados, y una nube de puntitos revoloteaba inquieta delante de ellos.
Por el periodista más joven, Gerundio, del
periódico que había sacado la noticia (que no se reprodujo en la edición
impresa, hay que decirlo), y accedió a los documentos originales.
Los documentos originales eran una nota que
decía
“La
vida de Teresa Buenaverría terminó en el arroyo Cebey, al paso de la ruta 6. No
la busquen. No volverá.”
Era un twit que habían recibido a
medianoche, y una rápida averiguación del diario había descubierto la ausencia
de Teresa de todos los lugares lógicos. El redactor que terminaba la edición
semanal del periódico había tirado la
noticia en la edición digital. Claro, si era cierto, su futuro sería brillante.
Por ahora, había sido confinado a la sección despacho, atando paquetes para los
kioscos.
El twit procedía de @kinkajunoladra.
- Kinkajunoladra.
- ¿Qué? –la moza pensó que le pedía alguna
bebida extraña.
- Nada. Una cervecita, por favor… -mientras
se alejaba, la chica oía el susurro. Que decía: “kinkajonoladra… kinkajuno…ladra…
Ladra el kinkajuno…”
Al final terminó rápidamente la cerveza, y
se fue a la casa de Edith, la colombiana. En realidad, no pensó en otra cosa
sino en qué significaba el nombre de fantasía de ese twitero. Pero por ahí
saltó Edith, y como la obra del Caquetá había sido en Colombia, decidió hacerle
una visita. La colombiana estaba buena, de todos modos.
- ¿Qué ándas, pajero? –Edith era franca,
muy franca.
- Nada, rubia. Venía a tomar un poco de
fresco, que en tu casa es más agradable.
- Más rico.
- Eso.
- Me acordé de vos porque estuve trabajando
con tu país, toda la tarde. Y pensé, para qué tanto Internet si conozco una colombiana
mucho más linda.
- Terminala, pajero. ¿Qué pasa con
Colombia? ¿Encontraste algún sicario perdido?
- No, nada de eso. Me enteré que Lucio
Buenaverría, el estanciero, estuvo haciendo una obra en un Parque Nacional, por
allá, el Cachupí o algo así.
- Cahuinarí.
- Ah, sabías…
De pronto, el Coreano advirtió que los músculos
de Edith se tensaban bajo su piel morena. ¿Qué estaba pasando?
- No, ¿qué cosa? Conozco a mi país. Pero
vos, ¿a qué te refieres?
Decidió contárselo. La historia completa.
Porque cuanto más contaba, más tensa se
ponía Edith. Y cuando estaba tensa se ponía más linda.
Concluyó el relato. Y el zumbido del split reemplazó
toda conversación.
- Sí, hay narco en Cahuinarí. Plantaciones.
Y sicarios.
- ¿Narco? – mirá por dónde.
- Teresa ha muerto, Coreano. Y nadie encontrará
nunca su cuerpo. Dejalo así. El estúpido que publicó la noticia debería meterse
en lo que le importa.
- A propósito, ¿sabés cómo ladra el kinkajuno?
El del twit firmaba @kinkajunoladra.
Coreano podría jurar que Edith se volvió
blanca. Como muerta.
- No es kinkajuno, boludo. Es kinkajú. El
kinkajú no ladra. Es el perro del monte, que abunda en Cahuinarí.
- Ah… Que…
- Teresa no se llama Teresa. Ni es inglesa,
como parece por el apellido. Es mestiza de tikuna, los indios de allí. Lucio la
rescató de los narcos. Todos estos años estuvo viviendo en Cañuelas, pero ahora
han nvenido a buscarla.
- Los sicarios.
- Dejate de joder con los sicarios. Ves
mucha televisión vos. No, el marido.
- ¿El marido?
- El marido tikuna. El kinkajú que no
ladra. Es curaca en el parque nacional. Y seguro han erradicado a los narcos,
porque si no, no hubiese venido a buscarla. Él se la dio a Lucio, para que la
proteja.
El Coreano tenía la boca muy abierta. Muy
abierta.
- ¿No vas a contar nada de esto, no?
- ¿Quién me creería…? Pero… ¿quién mató a
Teresa?
- Ella.
- ¿Se suicidó?
- No, boludo. Se encontró con el curaba en
el cruce de la ruta 6 con el arroyo Cebey. Teresa Buenaverría ha muerto allí. Y
ha renacido la tikuna.
- Pero entonces…
Cosa rara. Fue la única vez (acaso la
primera) que Edith le dio un beso. En la boca. Caliente, sabroso. Chévere.
Para taparle la boca, parece.
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