C801
1CxD02 175 3 de diciembre de
2014
El taxi de Fernández – La nena
© Jorge Claudio Morhain
Pleno mediodía. Calor agobiante, El
pavimento hierve y su vapor estremece todas las cosas. El aire a full,
Fernández siente el dolor de las gomas que van quedando, milímetro a milímetro,
integradas a la ciudad.
Daba para una siesta. Sólo que Fernández
recién había empezado el turno, y se regodeaba con la fresca que vendría al
atardecer.
La nena levantó la mano.
Porque era una nena. Grandota, sí, de la
altura de Fernández. Pero con esa incompletitud rozagante e inocente. Y
prepotente. Y con su pollerita minúscula y su top generoso. Y con una mochilita
con forma de oso de peluche.
– Llevame a GEBA, eh… Fernández (leyó la
identificación a mi espalda)
– Okey.
Suspiró.
– ¡Ah…! ¡Qué lindo que está acá! ¿Me Puedo
quedar a vivir?
– Cómo no. Si tu mamá te da permiso.
– Boludo.
– ¿Perdón?
– No dije nada, Fernández.
– ¿Siempre llamás a los taxistas por el
nombre?
– Claro. Por si tengo que denunciarlo…
La mirada de la nena, por el retrovisor, no
dejaba lugar a dudas.
Al rato, cuando tomaron una calle oscura, la
nena volvió a suspirar.
– Tengo que cambiarme, Fernández.
– Cambiate.
– Pero no mires. No mires, Fernández.
Los pasajeros no saben del espejito extra,
disimulado con la calcomanía del Gauchito Gil. Fernández bajó el retrovisor.
Pero no al Gauchito.
Carajo con la nena.
Además de la pinta fatal que iba
adquiriendo a medida que cambiaba la pollerita por el pantalón brillante y el
top por una blusa entallada y más escotada que antes (no usaba corpiño) el
tacho se llenó de perfume, un perfume que por sí solo embriagaba y enamoraba.
– ¿Cómo te llamás, nena?
– “Nena” no. Tengo otro nombre.
– Perdón, pero sos una nena… ¿Ya te
cambiaste?
– Sí. Mirame y chiflá. Fernández.
Fernández levantó el espejito y, claro,
silbó.
Ahora no era una nena. Era lo que se llama
una “modelo top”. Lo que no quita que fuera una nena.
– ¿Te gusto?
– Claro. Pero estoy trabajando.
– ¿Y si no estuvieras trabajando qué?
– Nada. No me meto con menores.
– ¿Cuántos años me das?
– Dieciséis –, dijo Fernández luego de
mirarla atentamente, quitarle el polvo y la pintura, cambiarle la ropa, y aún
hacer un esfuerzo.
– Sabés que no, Fernández. Pero no importa.
Estamos llegando.
De repente se encendieron todas las luces.
De repente Fernández vio las camionetas de los canales, soportando las antenas.
De repente los camarógrafos lo apuntaron, y los cronistas abalanzaron sus
micrófonos.
La nena le alcanzó un billete y le dio un
beso en la mejilla, estirándose por sobre el asiento.
– Chau, Fernández. Algún día nos
encontraremos de nuevo.
– Chau, X… – Tímidamente, a Fernández le
salió el nombre de la nena. El nombre famoso de la nena. Le salió casi automáticamente,
cuando vio el frenesí de los “chimenteros de la farándula”, esa manga de
idiotas que, bueno, se ganaban el mango igual que él se lo ganaba transportando
nenas.
– Chau, X…
Volvió a repetir el nombre famoso, mientras
se comían a la nena como gallinas empujándose por el maíz, brillando aún al sol
de la siesta.
Sonaba lindo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario