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177 5 de diciembre de 2014
Bachata del amor perdido
© Jorge Claudio Morhain
La puerta de vaivén se quedó oscilando.
Como esperando.
La observé detrás de mi copa. Una y otra
vez. Iba y volvía. A veces, se balanceaba tanto que pensaba que volvería. Pero
creo que era el viento del mar, que trataba de engañarme. Ella había salido por
esa puerta. Y nunca volvería.
Con un supremo esfuerzo me levanté de la
silla, pagué mis copas, y me fui hasta la puerta vaivén. Ni siquiera terminé mi
último trago. Estuve un buen rato, preguntándole a la puerta. Pero ella,
esquiva, no me contestaba, sólo oscilaba. Cuando el patrón preguntó qué pasaba,
le pedí permiso (a la puerta de vaivén) y la empujé hacia afuera. El sol me
golpeó como una maza, y la arena se mecía como si fuera un mar, en oleadas,
crestas y minúsculas dunas. Los pies de ella estaban aún ahí, lavados una y
otra vez por el viento, pero notables todavía.
El viento quiso llevarme. El sol quiso
devolverme al bar. Pero hice un esfuerzo, e, inclinado hacia adelante, apoyé
mis torpes patas en las delicadas marcas de sus piececitos.
Uno. Otro. Otro más.
Me tambaleaba en la arena ardiente, hacia
la playa, hacia el mar, pero no tanto como para encontrar la arena fresca de la
restinga. Por el lado ardiente. Por el lado inclemente.
Seguí sus pasos, inclinado, impulsado como
una piedra por la goma de la honda, mientras sus marcas se iban borrando cada
vez más. Cuando llegué a las carpas ya casi no existían. Tampoco me hacían
falta. Sabía dónde había ido. Ella.
Entre las carpas. Entre las lonas agitadas
por el viento.
Ella estaba desnuda. Ya ni siquiera tenía
la breve bikini del bar, ni el pareo. El guardavidas se estaba pajeando, frente
a ella, babeando, esperando el momento del contacto.
No habría contacto.
Saqué la pistola, y le pegué cuatro tiros.
A ella. A él, que se me vino encima, bastó con uno. Le regalé la pistola.
Total, no podría usarla: ya estaba muerto.
Me salió una bachata, entre los labios. La
bachata del amor perdido.
Me incliné mucho, y caminé hacia el mar.
Entré en el agua, entré a las olas.
Ya saben, nunca aprendí a nadar.
Lo que lamentaba era el último trago, que
no había terminado.
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