viernes, 21 de noviembre de 2014

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C793 1CXD02 167    20 de noviembre de 2014

Alejandra

© Jorge Claudio Morhain

Rolando, el nuevo, trajo un elegante Tupper con alguna cosa que olía a retorcijón de ganas. Yo llegué primero, y estaba comiendo el abundante sándwich preparado por mí mismo, al mejor estilo de Dagwood (un personaje de historieta que ya nadie conoce) Luego vendría Martínez, con su rodete siempre torcido, y tomaría una sopa de sobre. Y al final, como siempre, Alejandra. Había sido un día de trabajo pesado, y en el pequeño comedor donde nos juntábamos a diario no había ambiente de joda, ni siquiera ese día, que jugaban River y Boca.
Alejandra se paró en seco a la entrada del comedor, y luego tiró sobre la mesa su Tupper. El microondas estaba vacío, de modo que a continuación destapó el Tupper  y lo introdujo para calentar su comida.
Alejandra…
Suelo sentarme, mientras como, esos días sin comentarios (la mitad de las veces, generalmente) a imaginarme una vida con Alejandra. Me gustó desde el día que entró en la oficina, precedida por una fama de genia (había trabajado en HP, IBM y MS) inaccesible, hierática, bella, misteriosa, profunda. Desde luego, ni se me ocurrió conversar con ella, pensé que sería como un bloque de hielo. Pero no. De repente nos encontramos charlando. Encontrando gustos comunes. Gestos espejo. Odios parecidos (cigarrillo, fútbol, tontos) Y no había mucho tiempo para charlar. El mediodía era el único momento compartido entre los cuatro empleados. Y para tener intimidad había que llegar primeros, o demorarse para quedar últimos. O tener intimidad de a cuatro.
Así, luego de tanto tiempo juntos, nos habíamos conocido bastante, Alejandra y yo. Pero solo hasta ahí. El resto lo había imaginado. Los roces inocentes. Los sentimientos compartidos: un llanto, una sonrisa, un doble sentido. Eso habría llevado a una intimidad constante. Y el día que ella se quemaría con la pava yo la contendría en mis brazos y besaría su herida, y ella alzaría la vista y me miraría con esos ojos de té y me daría un beso en la boca, muy suave, y luego seguimos así, meses y meses, encuentros furtivos, besos clandestinos, apretones apasionados. Todo hermoso, maravilloso, sublime. E imaginado, por eso tan perfecto.
Masticando el sándwich y sintiendo la sutil combinación de picantes y dulces, húmedos y secos, recordaba toda esa trayectoria imaginaria, que había ido elaborando poco a poco, yo con sándwiches y ella tan cerca. Tenía que agregarle otro episodio, hoy. Hoy…
Pero hoy la imaginación se encallaba, y el oleaje golpeaba, y la espuma no me dejaba ver más allá de la escollera. Algo interrumpía mi recuerdo imaginario: una barrera de realidad.
Ella se agitaba, parecía angustiada. Sacó el Tupper del microondas y lo dejó caer sobre la mesa. Tenía torrejas. Torrejas de seso, mi plato preferido. Abrí la boca para decírselo, pero su mirada me congeló. Y entonces el mar subió hasta mi altura, y boqueé, y el recuerdo completo me invadió. Y me avergonzó. Recordé la parte real de aquella novela imaginaria, recordé que ya le había dicho lo de las torrejas de seso, y comprendí que hoy las había cocinado especialmente para mí, y que yo me había olvidado, concentrado en el sándwich que se suponía me había reparado mi mujer (esa mujer que siempre alababa y que era tan imaginaria como el 60% de mi vida.
Y quise decirle, Mónica, no tengo mujer. Yo me hago los sándwiches, adoro esas torrejas de sesos y… y te adoro a vos.
Quise decírselo, pero no lo dije. El pibe nuevo, Rolando, le puso una mano en el hombro y le dio su pañuelo, porque ella está llorando mientras se atraganta con las torrejas de sesos.
Y ya es la hora de volver al trabajo.

Y de imaginar, mientras descuido la tarea, qué hubiera pasado si yo…

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