viernes, 27 de junio de 2014

1CxD02-068

1CxD02-068 - 27 de junio de 2014
2002
(c) Jorge Claudio Morhain

La gota caía lentamente, como si buscase su camino entre el mundo de arrugas que fruncían su cara. Cada tanto, el paso rápido del pañuelo arrugado cortaba su camino, pero volvía, insidiosa, molesta. Otras veces llegaba hasta la punta de la nariz, o hasta el extremo del mentón, y caía al suelo, dejando una leve marca en la cerámica gris del pasillo. Quizás hacía calor. El hombre no lo sabía. Él sudaba por otra cosa. Por lo mismo que sentía restregarse las tripas, apretarse los músculos, acentuando esa espantosa sensación de hambre. Justificada, por otra parte. No miraba el reloj. El peso del tiempo se desmoronaba sobre su cabeza, sin remedio, y ya no sabía, ya ni siquiera lo calculaba, si hacía, horas, días o meses que esperaba. A veces no soportaba la opresión de sus nalgas y se ponía de pie, junto al banco de listones de madera, y entonces todo el peso de todo caía sobre él, clavándolo, atornillándolo, en la espera eterna.
Alguna vez, quién sabe cuándo, se abrió la puerta de vidrios esmerilados y pegatinas de cinta y surgió un aroma a desodorante y a tabaco, y al perfume de la muchacha que miró el pasillo, hacia uno y otro lado, pero sólo estaba él.
- Lo siento, señor. Por hoy no hay más pedidos de trabajo. Vuelva mañana -, dijo.
El hombre se fue incorporando, como si fuera levantando con esfuerzo cada pie, cada pierna, cada miembro de su cuerpo, y dejó que la cabeza saludara con una inclinación, e inclinó todo su ser para que el impulso lo llevaba hacia adelante, hacia el afuera, hacia su casa, a su mujer, a sus chicos. Al hambre.

Era 2002, en el sur del mundo. Y él, un desocupado.

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