viernes, 24 de octubre de 2014

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C777 1CxD02  150   24 de octubre de 2014

La muralla

© Jorge Claudio Morhain
Ocho veces intentamos entrar en la fortaleza. Ocho veces fuimos rechazados, y casi ochocientos hombres valiosos quedaron perdidos para siempre. Los sabios de la corte, los guerreros históricos, las damas de compañía, las madres, nos pedían que abandonásemos, que dejásemos al Gran Kan mandar sobre todas las tierras, sobre todas las almas, sobre todas las riquezas. Sobre todas las mujeres.
Incluida Adiolena.
Pero Adiolena era mi esposa. Mi amada esposa, madre de mis bravos hijos, uno de los cuales, el más brillante y hermoso, había abandonado la vida al pie de las murallas del Gran Kan.
Consulté al Gran Maestro (porque nada hacemos en el Pueblo sin consultar al Gran Maestro. Me miró desde la profundidad de su vida de abismo. Me miró en silencio.
– ¿Debemos rendirnos, entonces? –interpreté ese silencio.
– Rendirse es de cobardes –, dijo, en un siseo apenas audible.
Efectué las reverencias de rigor y estaba saliendo, cuando oí un nuevo siseo:
– Inteligencia… –me pareció que decía.
Inteligencia.
Reuní a mis hijos y a mis principales caballeros. Quería inteligencia. Todos hablaron:
– Hay que entrar.
– La muralla es infranqueable.
– Hay una sola entrada, con cinco puertas. Infranqueables.
– Se proveen de agua en una surgente, en el interior de la muralla.
– No hay torres ni escaleras que alcancen su altura.
– Y no somos pájaros.
– ¿Y peces? –, dijo mi hijo menor, y todos pensamos que era una chanza desubicada de niño.
– Hay un desagüe, por donde sale el agua servida y el sobrante de la vertiente. Todos lo conocen. Forma un arroyo torrentoso.
El mayor de mis caballeros meneó la cabeza.
– El niño propone entrar por el desagüe. Pero ya se ha intentado. La vertiente viene con mucha fuerza, y arrastra mucha agua. Es imposible ingresar contra la corriente.
Silencio.
Hice varias reuniones. Invitamos a los ancianos, a los sacerdotes, a los sabios de la corte, a las madres.
Una de las madres habló en idioma críptico, y alguien supo interpretarla.
“Cuando pongo a hervir huesos para hacer una buena sopa, sube a la superficie una borra gruesa, a la que retiro, porque con ella se van las impurezas”.
Llevó mucho tiempo construir la represa, que contuvo el arroyo. Y los canales que llevaban el agua acumulada a los regadíos.
El Gran Kan debió pensar que nos rendimos, y nos dejaba hacer, con la segura esperanza de cobrarse con nuestras cosechas.
Pero en la estación de las lluvias cerramos las compuertas que iban a las acequias. Y el agua subió en nuestro dique. Subió. Subió.
Cuando su altura llegó a la altura de la vertiente, del otro lado de las murallas, nuestros soldados-peces nadaron corriente arriba por el desagüe.
Y así penetramos la muralla.
No vamos a hablar del triunfo, de la matanza ni del saqueo.
Ni del hermoso mausoleo a la memoria de Adiolena, construido por el Gran Kan.
Dejad eso a los bardos, que siempre exageran.  Y que no cuentan los triunfos de las buenas cocineras. Ni de los niños.


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