C774 1CxD02 147 (17 de octubre de 2014)
Historia secreta de la joven de capita colorada
© Jorge Claudio Morhain
Mala temporada. Primero hubo sequía, muchas plantas se secaron, otras tuvieron pocos brotes. Los conejos y las ardillas vieron morir a muchas de sus crías, de hambre.
Por otro lado el hombre, aprovechando la ausencia de malezas, se dedicó a batir el monte, apoderándose de las preses más fáciles, disminuyendo la posibilidad de alimentarse decentemente.
El Lobo se pasaba el día preocupado. La Loba le reclamaba algo para sus dientes. Estaba cada vez más flaca, con esos lobeznos prendidos a sus tetas todo el día.
No, señor. No era vida para un honrado Lobo.
Empezó a atreverse a Lo Prohibido: acercarse a las moradas del Hombre. El Hombre solía criar pequeños animales: gallinas, perros, gatos, algún pajarraco. Pero, claro, el Hombre tenía palos, hachas y hasta esas cosas misteriosas que mataban con un trueno.
El Lobo consideraba la situación: si llegaban a lastimarlo, o aún a matarlo, su Loba y sus Lobeznos estarían condenados.
Ah, triste vida la de un lobo honrado. Se sentaba en la pequeña colina del bosque, entre las flores que habían aprovechado la humedad de la noche para florecer, y contemplaba melancólico la cabaña del Hombre, abajo, junto al riacho.
Así como una mañana temprano, rocío aún, la jovencita de las trenzas y la capita colorada salió con una canasta. El fino olfato del Lobo le describió su contenido a la distancia: empanadas de carne, pastel de papas, tarta de limón. ¡Ah…! Las tripas del Lobo se retorcieron, y se tapó las narices con las patas delanteras, gimiendo. Cerró los ojos, para evitar la tentación, y se hundió entre las flores, para no ver a Caperucita.
– ¡Oh, pero si es un lobito escondido entre las flores! ¿Qué hacés ahí? ¿No se te habrá ocurrido comerme, no?
El Lobo mostró los dientes (podría haber sido una sonrisa, pero los lobos no saben sonreír, así que seguro era una amenaza), y Caperucita dio un paso atrás, temerosa. Su mamá le había dicho claramente: “no hablés con extraños, y menos si te pueden comer”. Ella nunca había visto comer a una persona y, la verdad, le picaba la curiosidad. Pero dedujo que si la comían a ella no podría ver cómo se la comían, porque estaría comida (Caperucita, como el Lobo, era de pensar mucho las cosas)
– ¿Tenés hambre? –intuición femenina.
El Lobo se tapó los ojos, gimiendo. Y enseguida percibió el delicioso olor a las empanadas, crocantes, calentitas (Caperucita acababa de quitar el paño que cubría la canasta), y entonces… ¡chunk! ¡Una empanada cayó a sus pies.
Antes de que pudiera pensarlo, el Lobo se tragó la empanada entera, sacó una lengua como de un metro y recogió toda miguita o juguito que hubiese quedado alrededor de su boca.
– ¡Qué hambriento que estás, pobre! ¡Tomá, te regalo otra…!
El Lobo tomó delicadamente la segunda empanada y salió corriendo, sin comerla.
– ¡Eh! ¿Dónde vas, Lobo? ¿Dónde llevás esa empanada? ¿No irás a venderla, no? – apenas lo dijo se dio cuenta que era una pavada: los lobos no venden empanadas. Pero como pensaba en eso, casi sin darse cuenta, siguió al Lobo, que corría hacia el bosque.
El Lobo, de tan hambriento y de tan contento de haber conseguido comida para su familia, no se dio cuenta que lo seguían. Caperucita corría y hasta se hubiera sacado la capita roja si no hubiera sido perjudicial para su identidad (una Caperucita Roja sin caperucita roja podría ser la Cenicienta o Rapuntzel, y eso era un problema)
El Lobo llegó a su madriguera y le dio la empanada a la Loba, que, feliz, empezó a darle lengüetazos (o sea a besarlo) hasta que se dio cuenta de que tenían compañía. Como una Loba con cría, la señora Loba se dispuso a saltar sobre la intrusa, pero el Lobo la detuvo, hablándole por lo bajo (o algo así, porque los lobos no hablan) Entonces la Loba retrocedió un poco, mostrando los dientes. Pero ya Caperucita sabía que no era una amenaza, sino una especie de saludo discreto.
Destapó totalmente la canasta y repartió generosamente el contenido. Lobo y Loba se repartieron empanadas y pastel de papas, y los lobeznos devoraron la tata de limón. Hasta dejaron que Caperucita los acariciase, hasta la olfatearon con cariño.
Caperucita volvió a la casa, y le dijo a su mamá que se había caído y se había derramado la comida, y la mamá le dio otro montón para la abuela. Caperucita pidió una ración extra, porque, dijo, la abuela andaba con mucha hambre estos días.
Y así siguió, día tras día, llevando comida a su abuela y a sus amigos, los Lobos.
Eso sí, como cada ve< se comprendían más hicieron un pacto: no se lo iban a contar a nadie, no fuera que el Lobo perdiese su fama de malo, y Caperucita su fama de tonta.
¿Qué por qué lo sé yo? Ah, porque soy muy chusma, aunque no trabaje en la tele.
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