C779 1CxD02 152 (27 de octubre de 2014)
El aprendiz
© Jorge Claudio Morhain
A veces se cansaba del tranco lerdo de la
llama, y caminaba un poco, llevándola de tiro. Pero en las cuestas, cuando uno
pesa el doble, prefería montarla. A medida que subía, el aire se iba haciendo
más tenue, más limpio, más ansiado.
Cuando al fin llegó a la cueva, el mundo
entero era un potrero lleno de huecos y montículos, que se desparramaba allá
abajo, como aprisionado por el cielo pálido y frío.
La bruja lo estaba esperando.
– Vos sos el enviado –, dijo.
– Yo soy el enviado, Chacha. El huarma destinado como su ayudante, su
aprendiz.
Sonrió la vieja, brillando al sol el único
diente.
– Güagüa ‘ahí ser, nomás. Pero ti he de hacer
hombre.
Aprendió la magia. Pero también aprendió el
idioma de los cerros, el ordenamiento de las sendas, el aliento de los vientos,
los sabores del sol, los aromas de los cactos, el lenguaje del vuelo de los
cóndores. Y, sabiendo aquello, supo el secreto del corazón de los humanos.
Y se hizo hombre.
Y un día bajó al valle, calzado de ushutas
y envuelto en su poncho de vicuña, apoyado en su callado de cardón.
Lo primero que pasó es que un grupo de
turistas quiso comprarle el poncho.
Eso antes de acercarse al poblado, lleno de
autos, rodeado de rutas, hirsuto de antenas como platos, rumoroso de
electrónica.
Y el Mago supo que a su extraordinario
aprendizaje en la montaña debía agregarle algo más.
E hizo la primaria, y la secundaria, y la
Universidad.
Luego de terminar su posgrado en
Antropología, tomó la decisión fundamental de su vida. Compró una llama y, un
rato montándola, un rato llevándola de tiro, subió a las alturas, donde el aire
es fino y suave y el mundo un campo arado y desparejo.
Sentado en la puerta de la cueva, se dejó
envejecer.
Un día, estaba seguro, un huarma, un joven, subiría a verlo.
Para hacerse hombre.
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