C775 1CxD02 148 (20 de octubre de 2014)
Diálogo en el interior del monasterio
© Jorge Claudio Morhain
Hoy lo encontré sentado, con las piernas cruzadas, con los brazos cruzados, bailoteado un mechón rubio sobre su cabeza de dandy, sonriendo con sarcasmo, irritante y soberbio. Estaba en una esquina de mi mente, de lado izquierdo, donde siempre cuesta mirar, y de pronto comprendí que había estado ahí días y días, contemplando todos mis pensamientos, riéndose por lo bajo con esa risita soez y descarada.
– ¿Qué hacés sentado ahí? ¡Este es mi cerebro! –, le dije.
Se rió, con esa risita obscena.
– Hace mucho que estoy aquí. Todo el último tiempo en que sentías la cabeza pesada, que no podías pensar, que no hilvanabas dos frases seguidas. Era mi culpa.
– Sí, lo de la cabeza pesada es cierto. ¿Pero cómo te metiste en mi cerebro? ¿Quién sos…? No me lo digas: sos el gato de Cheshire.
Sonrió. Y juro que tenía más dientes de los normales, que su boca se curvaba y que ERA el gato de Cheshire.
– Por supuesto. Dodgson me dio ese nombre, porque mi sonrisa le recordó a la sonrisa enigmática de su gato. De su gato de Cheshire, obviamente. Estuve allí, mientras el reverendo se masturbaba pensando en la pequeña Liddell. Estuve allí, mientras su madre gritaba que había que cortarle la cabeza. A la niña, que había tentado al pobre Lewis Carroll, y no al hombre, que se había dejado seducir por la pequeña.
– Bien, bien. Hoy vamos a escribir sobre el absurdo, entonces…
– ¿Absurdo? ¿Hay algo más absurdo que la realidad? Absurdo llamamos a algo cuando no alcanzamos a abarcar todas las complejidades que comprende. Como la realidad. Simplemente, aceptás una resultante, y te olvidás de todas las fuerzas que tironean de todos lados. Pero la realidad son TODAS las fuerzas, no la resultante. Si te guiás por la resultante, vas a simplificar la existencia, pero te vas a equivocar seguido, en la vida.
– O sea que estoy hablando conmigo mismo…
– Quién sabe –, dijo, y sonrió con su risa sarcástica, con su gran risa de gato.
– Como sea, tengo que sacarte el jugo.
– ¿El jugo? Veo connotaciones eróticas en eso.
– No seas boludo. Tengo que justificar tu presencia en este cuento (perdón, en esta realidad) para contar (¿o no es la realidad?) algo que valga la pena (o acaso sólo sea un vector de los que componen la resultante).
– Es un cuento moderno.
– Moderno las pelotas. Esos cuentos no-cuentos, como los de Katherine Mansfield me resultan irritantes. Aunque para escribir esto busqué la biografía de Kathleen Beuchamp (la Mansfield) y entiendo su afán por escribir de ese modo: lo retorcido, aventuroso, inquietante, estuvo en su propia vida.
– Eso de documentarte para escribir una frase cualquiera es un defecto.
– No, es Google. Maldito sea.
– Antes escribías sin Google.
– Claro, más tranquilo. Podía equivocarme, pero al lector le costaría mucho descubrirlo. Ahora el lector tarda lo mismo en descubrir el error que yo en subsanarlo antes de que suceda.
– Y ahora estás escribiendo un cuento a lo Mansifeld.
– Más o menos.
– Y, fijate: no hay introducción… Bueno, sí, la hay. Pero no hay nudo…
– O sí lo hay, ¿no?
– Ni desenlace.
– Sí. Un tipo sentado con una sonrisa de gato en el rincón izquierdo de mi cerebro es tan irreal que con sólo desearlo lo hago desaparecer.
La superficie del cerebro ondeó, con trazos dorados, y hubo como una ola, arrastrando los pensamientos hacia un vórtice que, de pronto, halló un fondo y se abrió, como una flor.
En el interior de mi cerebro, la sonrisa perduraba, flotando en el aire.
Y eso es un desenlace.
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