domingo, 26 de octubre de 2014

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C778 1CxD02 151 (26 de octubre de 2014)


Sobre la expresión y un vaso de leche

© Jorge Claudio Morhain

El tipo me miraba con la persistencia de una serpiente hipnotizando a un ratón. Inmóvil. Tieso. No tenía el foco en mis pupilas, sino cinco centímetros más allá: o sea en el centro de mi cabeza. Y, aunque no pudiera penetrar allí, sentía la presión de esa mirada perforante y molesta.
– ¿Qué? –, le dije.
– ¿Cómo hacés? –, contestó, embelesado. – ¿Cómo podés expresar con tanta facilidad tu soledad, tu desamparo, tu necesidad de ser amada, tu incertidumbre ante el abismo de la vida?
– ¡Ah, bueno…! – exclamé, porque el tipo acababa de poner en prosa cien páginas de poesía de mi nuevo libro, el que acababa de presentar. – Cómo lo hacés vos, tendría que preguntar, ¿no?
Sacudió la cabeza, como para bajar a tierra.
– No soy poeta. Admiro a los poetas… Bueno, a los poetas, no sé si me entendés. Porque hay mucha gente que escribe eso que llaman poesía, y que a mí por lo menos me parecen composiciones de la escuela primaria.
– Bueno, tampoco la pavada. La mayoría de los poetas que he oído, o que he leído, me conmueven. Todos dicen algo, aún aquel que escribe de manera ingenua. Es como la pintura, ¿viste? A veces un näif es más expresivo que un manierista…
– Que un manierista… – El tipo estaba pensando otra cosa. Intentaba seguirme repitiendo mi última palabra. ¿Podría ser tan estúpida, yo? ¿Cómo vine a quedarme sola, con un vaso de gin tonic, mirando a este hombre que tomaba un vaso de leche?
– La leche me calma. Aplasta las ideas revolucionarias. Me deja pensar. – no sé si lo dijo en ese momento, o antes o después, ¿qué importa?
– Además, no jodamos. Vos sos un buen escritor. Tus novelas me hacen llorar o reír, y me enamoro de tus personajes. (Ah, era por eso que me quedé frente a él, ahora me cayó la ficha)
– ¿Sí…? –, dijo, con cara de Mex Urtizberea.
– ¡Sí! ¡Qué te pasa! ¿Tomaste algo que te pegó mal, o hace dos días que no dormís, o me estás cargando?
– Temperamental.
– Tan temperamental que estoy a punto de mandar a la mierda a mi novelista más admirado, mirá vos.
– Y dulce. Encantadoramente temperamental y dulce.
Boludo.
– Dale, tomá tu leche. A ver si te calma.
Se rio en silencio, y supe por qué: era yo la que estaba nerviosa, no él.
– Es que yo siento lo mismo que vos. Angustia, soledad, incomprensión, abandono, ausencia de amor, nostalgia de aquello que nunca jamás sucedió.
– Esa línea es de Sabina.
– ¿Pero no hubiese sido maravilloso? Habernos conocido dos, tres, diez años antes… Querernos como queremos que nos quieran, vivir juntos la aventura indefinible e inefable de vivir…
Me puse colorada. Busqué un cigarrillo, y me acordé que ya no fumo: me pasa cuando estoy nerviosa. El hijo de puta del cigarrillo te mata en calma.
– No funciona. No funciona así. Ya estaríamos separados, y capaz hasta odiándonos.
– No puedo odiar a quien escribe semejante poesía.
– Dejate de joder. Sos un poeta. Y bueno. No importa que no escribas versos. O mejor aún: no escribas versos. Contá todo eso que te come por adentro por la boca de los otros.
– ¿Los otros?
– Los vicarios que recorren tus cuentos, tus novelas, tus ensayos, tu teatro. Vos ponés tu vida en fragmentos, en veinte personas ficticias. Yo las meto en veinte líneas trabajadas y dolidas.
Me miró con la inmóvil persistencia de un sapo disimulando para que no lo pisen.
– Lo siento. Hoy tengo una noche ocupada. Pero no nos perdamos. Quizás…
– ¿Quizás…?
– Quizás te saque poeta. Tomate tu leche, antes de que te la vuelque en la cabeza.
Me fui. Por la vidriera vi que, en efecto, se tomaba su leche.







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