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1CxD02 149 (23 de octubre de 2014)
Ella está aquí por algo
© Jorge Claudio Morhain
Siempre pienso que ella estaba allí por
algo.
Siempre delgada, siempre oscura (no sé por
qué oscura, acaso porque en promedio usa más ropa oscura que clara), siempre
enigmática pero siempre como cayendo en tentación.
Evito mi recurrente defecto de imaginar una
vida para quien apenas conozco, y dejo que el río transcurra, a su ritmo.
Todo el día, el día entero, hay gente
delante de mí. Con apabullante mayoría de mujeres. Se trata de trámites
simples, de esos que puede hacer un cadete, por eso los dejan en manos de las
mujeres.
Es sencillo tratar con mujeres, casi lo
mismo que tratar con niños, sólo que los niños son desagradables, caprichosos y
malolientes. Las mujeres no. Todas vienen emperifolladas como para un baile,
llevo una lista de los olores que me invaden, a cuál mejor, su aliento es
siempre cálido y perfecto, y sus voces (en un 95%) aterciopelada. Yo lo noto
enseguida. Están cachondas. Calientes, un decir. Vienen a hacer los trámites
dispuestas a encamarse con el empleado de turno. Claro, no lo confiesan, no es
explícito, y no lo harían si se los propusiera. Pero esa condición, ese
objetivo, las hace amables y tiernas. Al 95%, claro.
Porque no faltan las vinagres, las viejas
chotas y las conchudas alegres. Las vinagres vienen con cara de culo, mal
cogidas y mal dormidas, y me hablan con tono prepotente. A esas les complico el
trámite, las mando a esperar, las hago volver. A menos que la vinagrez sea
insoportable, y que me convenga despacharla cuanto antes.
Las viejas chotas son duras de
entendederas, sordas, mañosas. Uno les tiene ternura, y las trata como para que
ellas crean que uno las trata como si fuera la madre de uno, cosa que no es
cierto, al menos en mi caso, porque a mi madre cuanto más lejos mejor.
Y las conchudas alegres vienen
recalentadas, más que calientes, y te sobran, te cargan, te complican la vida.
Pero hablemos de ella. Ella pertenece al
colectivo de las adorables. De esas a las que uno les hablaría todo el día,
para las que imposta la voz, suaviza el tono, facilita la vida. De esas con las
que uno, definitivamente, se acostaría.
Y viene seguido. Tiene una gestoría,
parece, porque me trae papeles de distinta laya, y se queda charlando. Hasta sé
su nombre (sé el nombre de todas, porque leo sus expedientes): Sandra Sirveste.
SS. Torturame y decime judío de mierda, mi SS. Es casi arte de la oficina. Dos
o tres veces por semana. Como una empleada más, a tiempo desparejo.
No, si le hecho insinuaciones. Y me sonríe.
Y cuando me sonríe se me cae una baba, irremediablemente, y se me tensan los
pantalones, a la altura de la bragueta. Sandra Sirveste. Sandrita. Pensar que
me debe la vida. A lo mejor está aquí por eso. Para que un día cualquiera le
salve la vida.
El día ese ella llegó agitada. Sudorosa. Yo
pensé que con qué gusto besaría ese sudor, mientras atendía a una vinagre que
me tenía podrido, cuando de repente noté su perfume por el costado de la
vinagre, y la vinagre alzó la vista como para quererse comer a Sandrita, pero
Sandrita le sonrió suavemente y me alcanzó una notita, y se volvió a la cola.
Desenrollé el papelito ante la mirada
furiosa de la vinagre. El papelito decía: “Quiero chupártela. Dejame pasar
detrás del mostrador”.
El corazón me hizo boing y me subió la
sangre a la cara. La miré a través de la cola y vi su sonrisa pícara. Medio
aturdido, despaché a la vinagre más rápido de lo que se merecía, y, haciendo
una seña a la siguiente me fui hasta el extremo lejano del gran mostrador de
madera, en el ángulo. Le hice seña a Sandra y abrí la puertita. Hay que aclarar
que trabajo solo, en mi turno.
Sandra entró y se sentó en una silla, en el
extremo lejano, yo volví al puesto de atención. Disimuladamente me bajé el
cierre de la bragueta. Aunque no esperaba nada, en verdad. Era una broma de
Sandra, seguro. A lo mejor estaba descompuesta y quería descansar adentro.
Hasta que sentí sus dedos, hurgar dentro
del pantalón, hasta que sentí su boca acariciando mi tesoro…
Apenas podía mantener la calma, cuando
entraron los pesquisas. Tres, de civil. Pero con anteojos negros y pelo al
rape, traje y corbata. Sin mucho miramiento fueron a la cabeza de la cola y le
mostraron una chapa a la primera, pidiendo a todos un paso atrás. Uno de ellos
sacó una foto de Sandra y me la mostró.
Sandra me estaba paseando por los jardines
d paraíso, y apenas podía mantenerme en pie.
– ¿La conocés? ¡Viene siempre a esta
oficina! ¿Vino hoy?
Lo miré con cara de sota.
– Perdón. No conozco a nadie de los que
vienen. No les miro las caras. Solamente hago mi trabajo.
El tipo se levantó los lentes y me miró
fijo. Yo sudaba, porque estaba llegando
al climax, pero el pesquisa supuso que por miedo.
– ¡Mejor así! ¡Seguí haciendo tu trabajo!
Como llegaron, se fueron. Yo supuse que la
cola se iba a convertir en un chusmerío, pero las mujeres retomaron su lugar,
en un silencio de muerte.
En ese momento me estaba derramando en la
boca de Sandra, y dije con voz trémula “un momento, por favor”. Saqué mi
pañuelo e hice pasar las convulsiones de mi eyaculación por una especie de
angustia contenida. La primera de la cola me dijo “Disponga, disponga. Lo
comprendo…” La siguiente me miró con ternura y dijo “no les diga nada”. La
última me aconsejó “tenga cuidado”.
Era la última. Se produjo uno de esos
vacíos, cuando no hay nadie esperando. Sandra lloraba suavemente, abrazada a
mis piernas.
– Ya se fueron, Sandra.
Sandra se puso de pie lentamente, roja como
de vergüenza.
– Perdoname. Pero si me agarran me matan
acá mismo.
– ¿De veras? ¿Qué hiciste?
Ella me acarició las canas, y me dio un
beso en la frente. Un beso con olor a semen.
– Es mejor que no lo sepas.
Y se fue.
Hace poco vi su foto en un diario. Un
diario que publica las fotos de los desaparecidos.
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