jueves, 23 de octubre de 2014

C776 1CxD02 149



C776   1CxD02 149 (23 de octubre de 2014)

Ella está aquí por algo

© Jorge Claudio Morhain

Siempre pienso que ella estaba allí por algo.
Siempre delgada, siempre oscura (no sé por qué oscura, acaso porque en promedio usa más ropa oscura que clara), siempre enigmática pero siempre como cayendo en tentación.
Evito mi recurrente defecto de imaginar una vida para quien apenas conozco, y dejo que el río transcurra, a su ritmo.
Todo el día, el día entero, hay gente delante de mí. Con apabullante mayoría de mujeres. Se trata de trámites simples, de esos que puede hacer un cadete, por eso los dejan en manos de las mujeres.
Es sencillo tratar con mujeres, casi lo mismo que tratar con niños, sólo que los niños son desagradables, caprichosos y malolientes. Las mujeres no. Todas vienen emperifolladas como para un baile, llevo una lista de los olores que me invaden, a cuál mejor, su aliento es siempre cálido y perfecto, y sus voces (en un 95%) aterciopelada. Yo lo noto enseguida. Están cachondas. Calientes, un decir. Vienen a hacer los trámites dispuestas a encamarse con el empleado de turno. Claro, no lo confiesan, no es explícito, y no lo harían si se los propusiera. Pero esa condición, ese objetivo, las hace amables y tiernas. Al 95%, claro.
Porque no faltan las vinagres, las viejas chotas y las conchudas alegres. Las vinagres vienen con cara de culo, mal cogidas y mal dormidas, y me hablan con tono prepotente. A esas les complico el trámite, las mando a esperar, las hago volver. A menos que la vinagrez sea insoportable, y que me convenga despacharla cuanto antes.
Las viejas chotas son duras de entendederas, sordas, mañosas. Uno les tiene ternura, y las trata como para que ellas crean que uno las trata como si fuera la madre de uno, cosa que no es cierto, al menos en mi caso, porque a mi madre cuanto más lejos mejor.
Y las conchudas alegres vienen recalentadas, más que calientes, y te sobran, te cargan, te complican la vida.
Pero hablemos de ella. Ella pertenece al colectivo de las adorables. De esas a las que uno les hablaría todo el día, para las que imposta la voz, suaviza el tono, facilita la vida. De esas con las que uno, definitivamente, se acostaría.
Y viene seguido. Tiene una gestoría, parece, porque me trae papeles de distinta laya, y se queda charlando. Hasta sé su nombre (sé el nombre de todas, porque leo sus expedientes): Sandra Sirveste. SS. Torturame y decime judío de mierda, mi SS. Es casi arte de la oficina. Dos o tres veces por semana. Como una empleada más, a tiempo desparejo.
No, si le hecho insinuaciones. Y me sonríe. Y cuando me sonríe se me cae una baba, irremediablemente, y se me tensan los pantalones, a la altura de la bragueta. Sandra Sirveste. Sandrita. Pensar que me debe la vida. A lo mejor está aquí por eso. Para que un día cualquiera le salve la vida.
El día ese ella llegó agitada. Sudorosa. Yo pensé que con qué gusto besaría ese sudor, mientras atendía a una vinagre que me tenía podrido, cuando de repente noté su perfume por el costado de la vinagre, y la vinagre alzó la vista como para quererse comer a Sandrita, pero Sandrita le sonrió suavemente y me alcanzó una notita, y se volvió a la cola.
Desenrollé el papelito ante la mirada furiosa de la vinagre. El papelito decía: “Quiero chupártela. Dejame pasar detrás del mostrador”.
El corazón me hizo boing y me subió la sangre a la cara. La miré a través de la cola y vi su sonrisa pícara. Medio aturdido, despaché a la vinagre más rápido de lo que se merecía, y, haciendo una seña a la siguiente me fui hasta el extremo lejano del gran mostrador de madera, en el ángulo. Le hice seña a Sandra y abrí la puertita. Hay que aclarar que trabajo solo, en mi turno.
Sandra entró y se sentó en una silla, en el extremo lejano, yo volví al puesto de atención. Disimuladamente me bajé el cierre de la bragueta. Aunque no esperaba nada, en verdad. Era una broma de Sandra, seguro. A lo mejor estaba descompuesta y quería descansar adentro.
Hasta que sentí sus dedos, hurgar dentro del pantalón, hasta que sentí su boca acariciando mi tesoro…
Apenas podía mantener la calma, cuando entraron los pesquisas. Tres, de civil. Pero con anteojos negros y pelo al rape, traje y corbata. Sin mucho miramiento fueron a la cabeza de la cola y le mostraron una chapa a la primera, pidiendo a todos un paso atrás. Uno de ellos sacó una foto de Sandra y me la mostró.
Sandra me estaba paseando por los jardines d paraíso, y apenas podía mantenerme en pie.
– ¿La conocés? ¡Viene siempre a esta oficina! ¿Vino hoy?
Lo miré con cara de sota.
– Perdón. No conozco a nadie de los que vienen. No les miro las caras. Solamente hago mi trabajo.
El tipo se levantó los lentes y me miró fijo. Yo sudaba, porque  estaba llegando al climax, pero el pesquisa supuso que por miedo.
– ¡Mejor así! ¡Seguí haciendo tu trabajo!
Como llegaron, se fueron. Yo supuse que la cola se iba a convertir en un chusmerío, pero las mujeres retomaron su lugar, en un silencio de muerte.
En ese momento me estaba derramando en la boca de Sandra, y dije con voz trémula “un momento, por favor”. Saqué mi pañuelo e hice pasar las convulsiones de mi eyaculación por una especie de angustia contenida. La primera de la cola me dijo “Disponga, disponga. Lo comprendo…” La siguiente me miró con ternura y dijo “no les diga nada”. La última me aconsejó “tenga cuidado”.
Era la última. Se produjo uno de esos vacíos, cuando no hay nadie esperando. Sandra lloraba suavemente, abrazada a mis piernas.
– Ya se fueron, Sandra.
Sandra se puso de pie lentamente, roja como de vergüenza.
– Perdoname. Pero si me agarran me matan acá mismo.
– ¿De veras? ¿Qué hiciste?
Ella me acarició las canas, y me dio un beso en la frente. Un beso con olor a semen.
– Es mejor que no lo sepas.
Y se fue.
Hace poco vi su foto en un diario. Un diario que publica las fotos de los desaparecidos.


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