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El chateau
© Jorge Claudio Morhain
Las arcadas inmensas, oscuras, como ojos ciegos en las
paredes gigantescas. Las columnas anchas como una habitación. Los vanos, los
huecos, los portales y las supuestas puertas. Todo plateado de telarañas
infinitas, acolchado de polvo de siglos, almohadillado de oscuridad.
En profundos nichos, se adivinan estatuas. ¿Santos?
¿Guerreros? ¿Monstruos? Imposible discernirlo. Del techo penden enormes
candelabros, casi racimos, casi árboles invertidos, tan cooptados por los
tejidos de arañas o de murciélagos.
El aire dulzón, penetrado de humedad, deriva a veces hacia
lo putrefacto, hacia lo ominoso, fruto de alguna alimaña muerta o de restos de
festines macabros.
En algún lugar brota una escalera, enorme, todo piedra. Allí
se advierte que las proporciones del chateau (no llega a ser castillo y es más
que mansión) está construida en proporciones superhumanas: el tamaño de los
escalones y su propia altura dificulta el ascenso, cansa, agobia.
Trepando dificultosamente, empieza a aparecer la luz. Una
luz extraña, violácea, filtrada por cristales ocultos o lucernas imposibles. La
luz oculta formas impredecibles, agazapadas en los vanos, escurriéndose en los
rincones, agitándose por el rabillo del ojo: si las miras de frente están
inmóviles, son excrecencias de algún goteo, estalactitas deformes,
intervenidas.
Se llega al cabo al salón en lo alto.
Allí, el lecho, el baldaquino casi derrumbado, el trono
gigante, el viento de ninguna parte.
Y, aún sentado, acaso sonriente, acaso frenético,
imposiblemente vivo, bufando por lo bajo, agitando su pecho, el monstruo.
El minotauro.
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