C757 1CxD02- 131 (9 de septiembre de 2014)
Tom
© Jorge Claudio Morhain
Me llamo Tom. No sé qué quiere decir ese ruido, “Tom”. Pero
sé que cuando lo oigo me van a acariciar, o a dar de comer. De modo que
pongamos que me llamo Tom.
Mi habilidad principal es la de dormir 16 horas por día, en distintos
lugares y poses. Cada lugar tiene un sabor distinto, y te induce sueños
diferentes: llenos de prados de pájaros el sillón del living; una heladera –como
la del negocio de al lado, donde se puede caminar– llena de hígado (los pies de
la cama); Ruña (el muro periférico); Ruña, el bidet; Ruña, el cajón de la ropa;
Ruña, la parte superior de la alacena.
Ruña es mi vecina, mi amante, mi confidente, mi cómplice.
Podría ser la madre de mis hijos, pero paree que tiene algún problema
reproductivo, o acaso se lo produjeron en su casa. Pero a nosotros no nos importa.
Gozamos gritando como descosidos a la luz esa enorme luz que está por sobre
todas las cosas, a la noche, y hacemos el amor desaforadamente, y no importa si
no vienen descendientes. Con Ruña robamos la comida puesta a enfriar en las
ventanas, arrastramos las medias descolgadas de la soga, revolvemos las bolsas
de residuos que los perros abrieron para nosotros, perseguimos los gorriones y
a veces los alcanzamos.
Hace pocas noches, una noche medio caliente y medio fría con
viento que golpeaba a manotazos, salté a la tapia a reunirme con Ruña, como
casi a diario. Pero no estaba. La llamé, pero no contestó. Sólo conseguí despertar
a los perros, que no me dejaron bajar del muro por un buen rato, hasta que se
cansaron. Recorrí el basural de metal de la casa del vecino, ese que tiene en
el fondo para criar yuyos y arbolitos, y me asomé por detrás de su quincho.
Llamé, suavemente (para no alertar a los perros), pero nada. Sin embargo, algo
me llamaba desde ese lado. El quincho tiene una pared rota, es otro depósito de
metales de formas raras y de bolsas de cosas polvorientas y de frascos con
mucha telaraña, y en realidad hace mucho que no vemos a nadie allí. Con Ruña lo
usamos muchas veces, cuando llueve, para dormirnos abrazados sintiendo el ruido
en la chapa.
Pero esa noche había alguien. Hombre… mujer… en realidad no
se distinguía qué: también podría ser otro animal, como un gran perro o un
conejo exageradamente grande. El olor era sumamente confuso. Olía a carne
quemada hace mucho, a fritura vieja, a humo, a mucho humo. El Loquesea se
estaba moviendo, lentamente, entre los frascos y los polvos, y los metales heterogéneos.
También había olor a carne. Hígado, o bofe, o algo así, y eso me hizo meterme
entre las patas de los objetos metálicos complejos, hasta que comprendí, o
sentí, o intuí, la maldad.
La maldad es algo que se palpa, que uno siente como se
siente el sudor del hombre, como se descubren los motivos del perfume
artificial de la mujer, como las simples pero peligrosas ganas de acariciar del
cachorro humano. El Loquesea estaba lleno de maldad. Eso me hizo erizar los
pelitos de la nuca, y me arqueé un poco por la tensión.
Entonces la vi.
Ruña.
Estaba metida dentro de una campana de vidrio, como los que
encierran quesos del almacenero, manjares prohibidos. Por eso no me había
llegado su aroma. Era una campana grande, ubicada sobre una especie de plato
brillante, entre muchos metales retorcidos y vidrios que se movían y olores de
cosas mecánicas, como los autos. Frente a ella había otro plato similar, pero
vacío.
Sin pensarlo, salté al plato vacío, para liberar a Ruña. Parado
en equilibrio (porque no estaba fijo) en el plato brillante, apreté con mis
manos la campana que encerraba a Ruña, traté de levantarla. Y entonces otra campana
cayó sobre mí, separándome del mundo.
Grité aullé, rasguñé. No. Estaba prisionero, al lado de
Ruña, también prisionera.
El Loquesea, ahora se veía que era un hombre bajo,
retorcido, muy feo, con una sonrisa traicionera y vil, bailó entre los metales
retorcidos, y sentí que la campana se llenaba de un gas dulzón, y sentí cosquillas.
Cosquillas. Cosquillascosquillascosquicosllascosuillillas…
Afuera cayó un rayo. Y, como es lógico, se cortó la luz.
El Hombre feo Loquesea empezó a gritar, a bailar, a tirar
cosas, y mi campana se cayó y salté al piso, y me encontré con Ruña que había
hecho lo mismo, y salimos corriendo juntos por el fondo del vecino, para
refugiarnos en la ventana de la casa de nuestro dueño, que tenía un gran alero,
especial para contemplar la tormenta, haciéndonos mimos.
Desde ahí vimos quemarse el quincho del vecino.
Ruña y yo ronroneamos, felices. Sin saber por qué. ¿Pero por
qué debería haber un por qué?
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