C758 1CxD02-132 (11
de septiembre de 2014)
Una buena vecina
© Jorge Claudio Morhain
Doña Anita Rey de Benítez era una buena vecina, solidaria,
amable, comprensiva, desprendida, simpática, alegre, feliz.
Era feliz porque había sido muy feliz junto al “Tiro”
Benítez, su difunto esposo, al que había perdido hacía para quince años. Pero
había sido muy feliz, sin un no ni un más o menos. Para ella, lo más grande de
la vida era el amor.
Eran mentas en la ciudad (de provincia) que había cambiado
la vida a cuatro o cinco viudas y viudos en el Centro de Jubilados, había que
ver.
Pero los años no vienen solos, como acostumbraba a decir, y
tanto agacharse en el piletón y últimamente frente a la puerta redonda del
lavarropas, tanto limpiar los pisos inclinada, tanto acarrear bolsas pesadas
antes de decidirse por el remís, habían afectado a su espalda. Y tanto violar
regímenes de dietas, hay que decirlo también.
Y coqueta. Ah, si era coqueta… Había que verla, siempre
vestida de punta en blanco, a la última moda, siempre maquillada, siempre
peinada de peluquería, siempre perfumada con esencias francesas…
Así, con esa pinta, llegaba al hospital para hacerse doler
la espina dorsal, como decía cuando iba a las sesiones de kinesiología con el
profesional de turno. Que a veces era Roberto, pintón y peludo (¿por qué con
esas mechas, nene?), y la pizpireta Florencia, bajita, rubia, sencilla, con ojos
verdigrises que eran como destornilladores que se te metían adentro, al decir
(en el supermercado, y para oídos ajenos a doña Anita Benítez) de Carlos Torre,
profesor de educación física y a juego con su apellido: alto y tan pintón como
el Roberto.
Tanto el Róber como Flor eran jodones, un grado más que simpáticos. Doña
Anita no se decidía sobre quien la cuidaba más: si las manos delicadas de Flor
o los firmes amasamientos del Róber.
– Dichosa la que acaricies con tantas ganas, Róber –dijo una
tarde de esas Doña Anita.
Los consultorios estaban en una sala grande, donde se unían
varias especialidades afines, entre tabiques de Durlock y cortinas. Los de
kinesiología estaban contiguos. Por eso el Róber contestó.
– Ssht, que la oye…
– ¿Quién…? –doña Anita, boca abajo, volvió la cabeza entusiasmada
y murmuró cómplice.
Cómplice también, el Róber se puso un dedo en los labios…
Doña Anita dedujo rápidamente, y señaló el compartimiento de al lado con el
pulgar. El Róber le guiño un ojo. Y la buena vecina se sumió en pensamientos
placenteros. Respecto del amor, claro.
Dos días después, cuando en lugar de Róber, que había ido a
un congreso, la atendió Flor, Doña Anita estuvo tan misteriosa e insinuante,
con preguntas incisivas que no dejaban mucho lugar a conjeturas.
– No, doña Anita. Novio no tengo. Pero tampoco necesito, no
se preocupe. –terminó por decirle.
– Ay, lástima, nena. Sos tan linda, tan joven, con esos
ojos. No sabés lo lindo que es el amor…
– Por ahí sé… – también Flor se puso enigmática.
– Ay, contame, contame…
– Otra vez, doña Anita. Por hoy, ya le hice doler bastante
la columna.
– La espina dorsal. No, si tenés manos de seda…
– Vístase tranquila, que luego la saludo.
A veces había momentos de pausas, largas pausas sin tareas.
Pausas que se llenaban con mate y facturas, atentando contra las dietas (las
facturas), y allí salían los mejores chistes y las más desvergonzadas cargadas.
– ¿Qué le dijiste vos a Doña Anita, tarado, que me estuvo
preguntando sobre el amor…? –: Flor.
– Ah, no sabés. Cree que estoy enamorado de vos, cuanto
menos. O que somos novios.
– Y vos la desengañaste…
– No… ¿Por qué?
Florencia le sacudió varios repasadorazos.
– ¡Pero no ves que sos un tarado! ¡Antes de decir que tenés
algo con alguien tenés que tenerlo, tonto!
– Pero yo no quiero tener nada con vos. ¿O es que acaso no
te has dado cuenta que yo quiero solamente ser tu amigo…?
Mate. Silencio.
– Che, pero se me ocurre una cosa –: Róber.
– No. Por las dudas, no.
– Escuchame. No vamos a desilusionar a la adulta mayor, si
es una buena vecina, una excelente viuda, una… No me pegues más, y escuchá mi plan…
– ¿Y, nene? ¿Se casan? – Cuando Roberto volvió a atenderla,
doña Anita fue directamente al grano.
– ¿Qué dice, doña Anita? ¿Quién se casa? ¿Con quién…?
– Hablá tranquilo, Róber. Hoy Flor tiene franco, y no hay
nadie en la sala. ¿Son novios o no son novios?
– No, Doña Anita. No somos novios.
– Ah, bueno… ¿Amantes? ¿Transas, como dicen los muchachos?
– Me ofende, doña Anita.
– Yo creí que estaban enamorados. Disculpame, entonces…
– Bueno… Ella no está enamorada…
– ¡Pero vos sí!
Roberto no dijo nada. Seguía masajeando la columna de Anita.
– ¿Se lo dijiste, Róber?
– ¿Qué cosa, doña Anita?
– Que estás enamorado de ella…
Silencio. Masaje. Silencio.
– Escuchame, nene. Ella es el mejor partido para vos. Yo la
estuve hablando, y estoy segura que está muerta con vos.
– No… ¿Usted cree?
– Hijo, ¿cuántas parejas te parece que armé en el Centro de
Jubilados? Vos dejame a mí.
Mate y pastelitos. Informe sobre el plan. Risas. Pullas. La
Guardia era una fiesta.
El siguiente lunes, día de kine, Florencia entraba media
hora después que Roberto. Apenas cerró la puerta de la sala, hubo algo en el
aire. Suave, lento: música.
Una oleada de violines, un canto suave de mariachis, seguido
de la más dulzona de las canciones de Sergio Denis.
Florencia entró a su cubículo, y comenzó a acomodar los
trastos por si caía un paciente: no tenía turnos para esa hora. De pronto se
oyó la voz de boca abajo de Doña Anita, alta, del otro lado del panel.
– ¡¿Te gusta, Flor?!
– ¿Cómo le va, Doña Anita? ¿Me habla a mí?
– Digo si te gusta la música.
– Y… si. ¿Por?
– Vení, nena. Pasá de este lado, dale.
Florencia salió de su habitación, y entró en la de Roberto.
Anita seguía boca abajo, cubierta con una manta. Roberto estaba muy ocupado
calibrando el resonador ultrasónico. Un grabador de casete sonaba sobre el
estante.
– La música, Flor. La grabé especialmente para ustedes.
– ¿Qué ustedes…? ¿Nosotros…?
– Róber… ¿Róber…? (la segunda llamada fue cantada)
Roberto se volvió a medias, tapándose la cara, también a
medias.
– ¿Doña Anita?
– Dale, decíselo. Decíselo.
Roberto volvió la cara al aparato y sus hombros temblaban.
Quizás lloraba.
– Me prometiste que la ibas a sacar a bailar, Róber. No vas
a defraudar a tu tía Anita, ¿no?
– ¿Bailar? ¡Ah, no, esto es demasiado! –dijo Florencia, que
amagó con irse. Doña Anita Rey viuda de Benítez giró con dificultad su gran
humanidad y la miró duramente.
– ¡Florencia! Esperá un segundo, ¿querés? – Y, al Róber:
–Róber, vamos…
El Róber giró, mirando al suelo, y tomó en sus brazos a
Flor, que dejó escapar un pequeño e indescifrable resoplido, que tapó contra el guardapolvo de Roberto. Y
bailaron, un lento. Muy lento. Y Florencia pisó a Roberto todas las veces que
pudo. Y agitaban los hombros tanto que Anita se emocionó, se giró de nuevo boca
abajo y se sonó los mocos.
Florencia huyó.
Cuatro horas más tarde, Florencia y Roberto, los
kinesiólogos, esperaban el tren para sus respectivos hogares. Cuando, del tren
que llegaba, bajó doña Anita Rey viuda de Benítez.
– ¡Ay, los tórtolos! ¡Quiero que se besen!, ¡Quiero que se
beses!
– Por favor, Doña Anita, ya fue bastante… – se quejó Flor.
Pero Róber la abrazó y le chantó un besarraco en la mejilla.
Doña Anita se acercó a ambos, cómplices:
– No, en la boca.
En eso llegaba a la estación Carlos Torre, a zancadas.
Acaso Roberto lo vio venir, porque sin dudarlo, ¡paf! Le dio
un beso en la boca a Florencia.
Doña Anita, la viuda del “Tiro” Benítez, suspiró para
siempre, y se fue casi salticando, hacia su casa.
No pudo ver, claro, cómo Carlos Torre tomaba por la solapa a
Roberto, mientras el muchacho y también Florencia se desternillaban de risas
apagadas, retorciéndose.
– ¡Ex… explicale, Flor, explicale! –decía el Róber.
– ¡Ah, no…! ¡Vos… vos lo planeaste y… (risas) ahora… (risas)
ahora arreglate con mi marido!
(AGRADEZCO A LA AMIGA QUE ME CONTÓ LA PARTE REAL DE ESTA
HISTORIA)
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