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(18 de septiembre de 2014)
Profundo aroma a magnolia
© Jorge Claudio Morhain
Los de la Banda del Normal San Martín nos reuníamos los
fines de semana, o cuando había un tiempo libre, cualquiera fuera. Generalmente
era bajo la enorme magnolia de la Plaza Colonia, alrededor del cerco que
rodeaba el árbol. El cerco era de ladrillo, de la altura de un muro bajo, lindo
para sentarse. Como la magnolia tenía unas tremendas raíces sobre la tierra, el
cerco parecía una víbora que se mordiese la cola. Y tenía vueltas y recovecos
especiales para charlar cara a cara o para sentarse a su cobijo, en el suelo. Y
no les digo nada cuando florecía. Ese olor penetrante se me quedó agarrado a
los recuerdos de esa adolescencia. Y de Victoria. Y del Viajero del Otrolugar.
Quedó como “Otrolugar” porque Caulo (así más o menos es a lo
que sonaba su nombre) nunca terminó de explicar qué clase de sitio era: si en
el espacio exterior, si en otra dimensión, si en otro tiempo. En fin, que era
un Viajero.
Era mi mejor momento con Victoria: habíamos hecho planes de
casamiento, habíamos hablado a nuestros padres, éramos “novios oficiales”.
Claro, habría que esperar hasta terminar los estudios. Pero eso nos habilitaba
para andar juntos y para ciertas licencias cuando nadie veía. Como aquella
tardecita, cuando sin proponérnoslo habíamos estado como ensayando para un concurso de besos de resistencia. Hubiera
sido interesante: un concurso de ver cuánto tiempo aguantábamos con los labios
pegados, respirando juntos, uniendo nuestras salivas, y nuestras almas
(queríamos creer) Era temporada de patín, y nosotros, que no teníamos, nos
dedicábamos al amor. Sé que nos tapaba la magnolia, y que el resto de la banda
estaba enfrascado en las piruetas sobre las rueditas, y mucho más no me
acuerdo.
Lo que sí puedo asegurar que Caulo de repente estaba sentado
junto a nosotros, Victoria y yo, mirándonos fijamente.
Victoria se asustó, quería incorporarse pero la contuve.
“¿Qué mirás?”, le dije al intruso.
Se me quedó viendo, haciendo ruiditos. Unos ruiditos como de
estática, bajitos, como si estuviera sintonizando algo. Al final habló: “Miro”,
dijo.
“Nos estamos besando, boncha. ¿Nunca viste gente besándose?”
Victoria se ponía más linda cuando estaba enfadada.
“Fasci…nante”, dijo Caulo.
“¿Fascinante? ¿No querés que te bailemos algo, también? ¿No
querés que me saque un pecho, degenerado?” Vicky empezó a levantar presión.
“No”, respondió el extraño, con voz como metálica.
“A ver, ¿de dónde saliste? No te oímos llegar…”
“No.”
“¡Che, es un muñeco! Solamente dice ‘no’!”; Victoria se
empezó a asustar.
“¿Pero por qué te paraste a vernos besar? Eso no se hace.”
“No.”
Entonces lo toqué. Lo recuerdo como si fuera hoy. Frío.
Parecía de plástico, como esos muñequitos articulados. Pero no una superficie
rígida: aquello parecía piel.
“Vámonos, Carlos”. Vicky se cruzó de brazos, rodeando sus
magníficos pechos y estiró esa trompita de tal forma que tuve el impulso de
volver a besarla. Pero estaba el chico (porque parecía un chico de nuestra
edad, solo que…)
“¿Qué te pasa?”, le pregunté. “Sos extranjero, o qué.”
“Extranjero. Sí. No. Vengo de otro lado.”
“¿De qué otro lado?”, pregunté.
“Quiero saber cuándo…”
“¡¡Vámonos, Carlitos!! ¡¡Dejalo a ese… pánfilo!!”
Pero a mí me había interesado. Profundamente. Quería saber
más, más. Me dijo que se llamaba Caulo o algo así, que el Otrolugar no estaba
lejos, pero que era distinto, aunque igual. Entonces yo pensé “este se escapó
de un manicomio, me juego la cabeza”. Yo seguía y seguía preguntando, y Caulo
caminaba por la plaza, y yo a su lado, y Victoria sacudiéndome: “¡Che!”. Y yo
no haciéndole caso.
Hasta que, cerca de la fuente, Vicky se interpuso entre
ambos. Estaba colorada, despeinada, y respiraba muy fuerte.
“Vicky, ¿qué te pasa?”, me alarmé.
“¡Pasa que yo creí que me querías, que solamente tenías ojos
para mí. Que era cierto que íbamos a casarnos y ser felices. Pero ante el
primer estúpido… idiota, tarado, imbécil… que se te aparece de repente te
olvidás que estoy a tu lado y… y…”
La tomé del brazo. Temblaba ligeramente, y parecía tener
fiebre. Entonces me dijo algo por lo bajo que no esperaba en una mujer, o por
lo menos no en la criatura angelical que creía que era Victoria, y que todavía
me duele. Me lo dijo por lo bajo y como tirándomelo, como mordiendo las
palabras:
“¡¡Estoy caliente, boludo!! ¡¡Quiero…!! ¡¡Estoy caliente!! ¿No podés entender
eso?”
Me quedé con la boca abierta. Nuca había oído a una chica
decir esas palabrotas. Nunca creí que Vicky… Ella lloraba. Caulo se retorcía
las manos.
“No, no, ella te quiere. Seguila, no la dejes ir…”, decía,
pero no había emoción ni en sus palabras ni en su cuerpo. Sólo se retorcía las
manos. Y eso me intrigó. Me volví a mirarlo, para preguntarle por qué repentinamente
se interesaba en mi relación con Victoria. Y ella se enojó del todo.
“¡¡PUTO!!”:
gritó otra tremenda palabrota y se fue. Tuve ganas de seguirla. Pero más ganas
tenía de averiguar todo sobre Caulo. Que decía, con su voz monótona “no, no,
no”…
“Contame. Contame más, de ese Otrolugar, de tu vida, de tu gente…”
“Fui yo”, repetía: “fui yo…”
Me pasé la tarde con Caulo. Pero no pude sacarle mucho.
Repetía las cosas. Hablaba triste, aunque su cara era inexpresiva. Cada vez más
fuerte, la idea del manicomio iba tomando forma en mí. Caminamos, y lo fui
llevando hacia al hospital psiquiátrico, de donde yo creí que se había
fugado. Pero no quiso entrar. Hacía que
“no” con la cabeza, en la vereda. Entré yo. Conseguí que alguien me hiciera
caso. Y no, no se había fugado ningún paciente. Pedí un médico, para que se acercara
a la vereda para examinar a Caulo. Pero lo más que conseguí fue un enfermero
forzudo con guardapolvo y gorrito. Salimos a la calle.
Caulo no estaba. Le pregunté a la señora que vendía
golosinas, en el kiosquito a la entrada del hospital. Ella no había visto nada.
A mí sí, me había visto, pero no que viniese con alguien, dijo. Yo había
llegado solo, insistía. El enfermero me miró con cara rara. Capaz, la misma
cara con que yo había mirado al viajero de Otrolugar.
Victoria nunca más me dio bolilla. Y se casó con otro, como
para que yo dejara de insistir. Creo que fue por entonces que derrocaron a
Perón, y yo, tal vez para olvidarla a ella y a muchas otras cosas, entré a la Facultad
de Medicina. Para estudiar para psiquiatra.
El leve olor a ozono mezclado con aromatizador automático
volvió a mis sentidos. La primera impresión fue que había estado durmiendo y
había tenido un sueño. Entonces entraron en foco los científicos, y pusieron en
la gran pantalla de OLED aquellas imágenes. Allí estaba mi representante (mi
avatar) dijeron, poco más que un muñeco, interviniendo en el pasado. Y allí estaba
yo, en ese pasado, un pendejo. Y Victoria, el amor de mi vida, la chica que
nunca pude olvidar. Y a la que, hasta que terminó este experimento, creí que había
perdido por una pavada, por una casualidad, por accidente casi. Por aquel
extraño “Caulo” que le había mostrado que amaba más a otras cosas que ella. Por
unas alucinaciones. Por unos caprichos.
Hasta que, a través de mi avatar, regresé al pasado, para
averiguar qué había provocado aquella ruptura. Y lo supe.
Había sido yo. Había interferido en mi propio pasado, había
cambiado mi vida, sólo por saber qué había cambiado mi vida. “La
paradoja de los viajes en el tiempo”, dijeron los especialistas. Y una mierda.
Aquel era mi vida, no éste. No este Otrolugar, mi mundo de hoy, donde soy un
nonagenario experimentando con la ciencia, con la torpeza de un mono
aprendiendo ajedrez.
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