C759 1CxD02-133 (13 de septiembre de 2014)
Metódico
© Jorge Claudio Morhain
Luis Vilella era un hombre meticuloso. Obsesivo de tan
meticuloso. Si escribía con lápiz, afilaba la punta exactamente cada dos
renglones, con un aparatito en forma de “i” con el punto, cuya parte recta
tenía una lija fina. Meticulosamente, dibujaba las letras con caligrafía de
Perito Mercantil de 10 de promedio, no se salía del renglón, no se equivocaba
nunca en la puntuación, y jamás, pero jamás, cometía faltas de ortografía. Con
estilográfica o bolígrafo solamente utilizaba sus Parker de oro que le entregaran
a su retiro, "por servicios destacadísimos". A pesar de que escribía
250 palabras por minuto, al tacto, en una máquina de escribir (10 en
Mecanografía), nunca tocaba la Remington verde que reposaba en la estantería,
brillante y sin una mota de polvo. Eso sí, computación no sabía: no estaba
incluida en los programas de sus tiempos. Sólo había aprendido a usar celular,
casi por obligación. Estaba retirado, clao. Desde entonces Luis Vilella se
dedicaba a escribir. Meticulosamente. Metódicamente
Su residencia estaba ordenada concienzudamente, y su vida
regulada por los amaneceres, el gimnasio y la pileta cubiertos (dentro de su
casa, claro), almuerzo, cena, una hora mirando TN, una hora de radio (su
antigua "7 mares"), una hora de Beethoven en long play.
Había ido quedándose solo: su mujer, su hijo mayor, muertos
por enfermedades (la de él, innombrable, la de ella, casi un suicidio) La nena
y el menor en los Estados Unidos, ya completamente americanos, ricos, felices,
gordos y lejanos. En su cumpleaños y en Navidad, dos palabras en el
contestador.
Pero no se sentía solo. De hecho, la metodicidad de su vida
era su compañía, su pertenencia, su pervivencia.
En eso estaba.
En eso estaba, domingo por la tarde, cuando sonó el timbre.
Y sonó cuatro veces, más, mientras Luis Vilella guardaba el
cuaderno junto con los otros más de veinte que llevaba escritos en el cajón
oculto de la cómoda Luis XVI de su estudio.
Cuando abrió, LV se encontró con Ladulce Joanna. Sonriente.
Chispeante, casi.
– ¡Hola, tío! –, dijo la sonriente Ladulce.
En realidad, aseguraría luego, se llamaba Melys, Melys
Joanna Cardif. “Melys” era “Dulce” en galés Y los Cardif lo eran, y Cardif era
el apellido de la difunta esposa de Luis Vilella. De ahí: “tío”. Aunque LV
creyó que la chica decía “tío” como expresión vulgar, semejante a “padre” o
“maestro”.
– No compro nada. No recibo visitas. ¿Quién te dejó entrar?
– E… es su sobrina, señor Luis. Hija de su cuñada Margaret…
– dijo tímidamente el jardinero, a veinte pasos, con la gorra en la mano.
– No tengo sobrinas. Buenas tardes. – cerró con fuerza.
Pero Ladulce usó el viejo truco del pie en la puerta.
– Vamos, tío. Que nunca hayas sabido de mí no quieres decir
que niegues al fruto del vientre de tu cuñada Margaret. Nunca me conociste
porque nunca me aproximé a vos, a pesar de la vida que llevo vivida en este
país. Mi madre está en Gales, aún.
Luis Vilella mantuvo la situación en suspenso, como si se
hubiese detenido la proyección. El pie en la puerta, la mano en el picaporte,
los dos mirándose. Finalmente abrió la puerta y entró. La chica hizo un globo
de chicle y lo siguió, dejando marcas de barro con sus zapatillas de marca en
el superlustrado parquet.
– ¿Qué necesita, señorita? Nunca me relacioné con su madre,
y no sé…
– Que me hagas un lugar en tu casa, tío. Es bastante grande,
y estás muy solo. Siento tanto lo que le pasó a tía Enriqueta…
Ladulce había empezado a acomodarse, a sacar cosas de su
enorme mochila con arnés, para largos viajes. Desenrolló la colchoneta
aislante.
– De última, me tiro en algún lado. Debe haber algún rincón
oscuro donde pueda pasar la noche una chica solitaria. A menos que pienses que
tirarme en la calle, fuera del muro, sea lo más conveniente para vos…
En silencio, LV la condujo a la habitación que había sido de
su hija ausente (“¡Uau!”), le mostró el baño (“¡Uy!”), la cocina (“¡Iupiii!”) y
la pileta de natación. Bueno, la pileta no se la mostró, sino que Ladulce se
apuró a abrir la puerta que LV estaba cerrando apurado.
– ¡A la pelotita! – dijo Ladulce. Y de inmediato empezó a
sacarse la ropa. Toda la ropa. Absolutamente en pelotas, se tiró al agua.
Inmóvil, tieso, Luis Vilella la miraba evolucionar con la gracia de un delfín.
Sólo faltaba que diera un salto fuera del agua.
Al cabo salió del agua, el agua reflejando las luces en cada
centímetro de su hermoso cuerpo, y dijo:
– ¿Puedo quedarme, tío Luis?
LV carraspeó, porque algo se había atorado en su garganta, y
contestó:
–Si.
Ladulce lo abrazó y lo besó. Con la ropa mojada, LV se fue
lentamente a su cuarto, a cambiarse. Y a reflexionar.
Así fue como el mundo metódico, controlado, establecido, de
Luis Vilella, se fue deteriorando como una manzana que nadie come. Poco a poco
se fue ennegreciendo, soltando sus capas exteriores, ablandándose, licuándose.
Seis meses de convivir con Ladulce lo convirtieron
nuevamente en siervo de una mujer, obediente a sus mandatos domésticos. Antes
lo había sido de Enriqueta, aunque en ella había predominado, como un fondo
gris, el horror. Ahora esta muchacha cuya carta de presentación había sido su
cuerpo desnudo, empapado y feliz.
Pero seguía escribiendo. Metódicamente, minuciosamente. Le
faltaban muchas cosas que contar, en sus escritos. Y lo hacía cuando Ladulce se
iba a bailar, o a hacer compras, o a algún lado llamado “Quetimporta”, que
había aprendido a respetar. Ella no sabía de los escritos. Pero igual, LV se
cuidaba mucho de que no supiera de su existencia.
De pronto, engordaba. Soportaba la música (rock nacional,
decía Ladulce) que, hay que decirlo, ponía baja, y en su cuarto. Y ella
soportaba (¿o le gustaba?) Beethoven, a una hora determinada. Él sobrellevaba
los aparatos raros que metía en la cocina, en el living, por toda la casa.
Tecnología. Culpaba en parte a la “tecnología” de las cosas horribles que veía
en televisión. Porque ahora la televisión estaba encendida. Y lo que veía le daba,
en general, asco. Y vergüenza. Y tristeza. E impotencia. Impotencia. Rabia ya
no: se diluía entre la impotencia y la tristeza. Cuando veía la televisión con
Ladulce le venían muchas ganas de escribir. Su vida había sido demasiado
importante como para no dejar testimonio. A los historiadores del futuro, por
supuesto. Cuando se contase la verdadera historia. Su verdadera historia.
Luis Vilella no lo advertía, o acaso no advertía la magnitud
del cambio, pero se estaba produciendo, lenta e inexorablemente.
Hasta que el cambio avanzó como una topadora. Derribó todo:
la meticulosidad, el método, el orden, la constancia. Hasta el cariño que había
desarrollado por esa loquita que se hacía llamar Ladulce, aunque su nombre era
Melys.
Llegó la policía. Con una orden de captura. En cierta forma
lo esperaba. Siempre hay cagones, ortivas, aún en las mejores familias. Y su “familia”
era la mejor de todas. Eso estaba dentro del método, de sus previsiones: sabía
cómo defenderse, y no hallarían pruebas.
También había una orden de allanamiento. También dentro de
lo pronosticado. Así como tenía pronosticado el resultado: no hallarían nada.
Sólo que con la orden de allanamiento vino Ladulce.
Otra Ladulce. Seca, dura. Absolutamente distinta. Hasta en
la ropa. Hasta en los ademanes.
Ladulce no lo miró: fue directamente al cajón oculto de la
cómoda Luis XVI de su estudio. Donde estaban todos sus escritos. Sus escritos,
relatando las misiones, los grupos de tareas, las salidas, los combates
verdaderos, los “enfrentamientos”, los asesinatos selectivos, las capturas, los
prisioneros, los interrogatorios, los sistemas, los manuales importados, las
estrategias, los nombres. Todo lo que iban a necesitar los historiadores del
futuro. ¡Del futuro, no de este presente embarrado y pringoso!
Lo esposaron, a punto de desmayarse; pero habían traído un
médico.
A punto de desmayarse, el ex represor de la dictadura Luis
Vilella observó cómo esa que él creyó su sobrina descolgaba algo como un
pequeño camafeo del ángulo superior de su estudio, junto a la estatua del
discóbolo, y de entre sus condecoraciones.
Una cámara. La maldita tecnología.
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