domingo, 14 de septiembre de 2014

C759 1CxD02-133

C759  1CxD02-133  (13 de septiembre de 2014)

Metódico

© Jorge Claudio Morhain

Luis Vilella era un hombre meticuloso. Obsesivo de tan meticuloso. Si escribía con lápiz, afilaba la punta exactamente cada dos renglones, con un aparatito en forma de “i” con el punto, cuya parte recta tenía una lija fina. Meticulosamente, dibujaba las letras con caligrafía de Perito Mercantil de 10 de promedio, no se salía del renglón, no se equivocaba nunca en la puntuación, y jamás, pero jamás, cometía faltas de ortografía. Con estilográfica o bolígrafo solamente utilizaba sus Parker de oro que le entregaran a su retiro, "por servicios destacadísimos". A pesar de que escribía 250 palabras por minuto, al tacto, en una máquina de escribir (10 en Mecanografía), nunca tocaba la Remington verde que reposaba en la estantería, brillante y sin una mota de polvo. Eso sí, computación no sabía: no estaba incluida en los programas de sus tiempos. Sólo había aprendido a usar celular, casi por obligación. Estaba retirado, clao. Desde entonces Luis Vilella se dedicaba a escribir. Meticulosamente. Metódicamente
Su residencia estaba ordenada concienzudamente, y su vida regulada por los amaneceres, el gimnasio y la pileta cubiertos (dentro de su casa, claro), almuerzo, cena, una hora mirando TN, una hora de radio (su antigua "7 mares"), una hora de Beethoven en long play.
Había ido quedándose solo: su mujer, su hijo mayor, muertos por enfermedades (la de él, innombrable, la de ella, casi un suicidio) La nena y el menor en los Estados Unidos, ya completamente americanos, ricos, felices, gordos y lejanos. En su cumpleaños y en Navidad, dos palabras en el contestador.
Pero no se sentía solo. De hecho, la metodicidad de su vida era su compañía, su pertenencia, su pervivencia.
En eso estaba.
En eso estaba, domingo por la tarde, cuando sonó el timbre.
Y sonó cuatro veces, más, mientras Luis Vilella guardaba el cuaderno junto con los otros más de veinte que llevaba escritos en el cajón oculto de la cómoda Luis XVI de su estudio.
Cuando abrió, LV se encontró con Ladulce Joanna. Sonriente. Chispeante, casi.
– ¡Hola, tío! –, dijo la sonriente Ladulce.
En realidad, aseguraría luego, se llamaba Melys, Melys Joanna Cardif. “Melys” era “Dulce” en galés Y los Cardif lo eran, y Cardif era el apellido de la difunta esposa de Luis Vilella. De ahí: “tío”. Aunque LV creyó que la chica decía “tío” como expresión vulgar, semejante a “padre” o “maestro”.
– No compro nada. No recibo visitas. ¿Quién te dejó entrar?
– E… es su sobrina, señor Luis. Hija de su cuñada Margaret… – dijo tímidamente el jardinero, a veinte pasos, con la gorra en la mano.
– No tengo sobrinas. Buenas tardes. – cerró con fuerza.
Pero Ladulce usó el viejo truco del pie en la puerta.
– Vamos, tío. Que nunca hayas sabido de mí no quieres decir que niegues al fruto del vientre de tu cuñada Margaret. Nunca me conociste porque nunca me aproximé a vos, a pesar de la vida que llevo vivida en este país. Mi madre está en Gales, aún.
Luis Vilella mantuvo la situación en suspenso, como si se hubiese detenido la proyección. El pie en la puerta, la mano en el picaporte, los dos mirándose. Finalmente abrió la puerta y entró. La chica hizo un globo de chicle y lo siguió, dejando marcas de barro con sus zapatillas de marca en el superlustrado parquet.
– ¿Qué necesita, señorita? Nunca me relacioné con su madre, y no sé…
– Que me hagas un lugar en tu casa, tío. Es bastante grande, y estás muy solo. Siento tanto lo que le pasó a tía Enriqueta…
Ladulce había empezado a acomodarse, a sacar cosas de su enorme mochila con arnés, para largos viajes. Desenrolló la colchoneta aislante.
– De última, me tiro en algún lado. Debe haber algún rincón oscuro donde pueda pasar la noche una chica solitaria. A menos que pienses que tirarme en la calle, fuera del muro, sea lo más conveniente para vos…
En silencio, LV la condujo a la habitación que había sido de su hija ausente (“¡Uau!”), le mostró el baño (“¡Uy!”), la cocina (“¡Iupiii!”) y la pileta de natación. Bueno, la pileta no se la mostró, sino que Ladulce se apuró a abrir la puerta que LV estaba cerrando apurado.
– ¡A la pelotita! – dijo Ladulce. Y de inmediato empezó a sacarse la ropa. Toda la ropa. Absolutamente en pelotas, se tiró al agua. Inmóvil, tieso, Luis Vilella la miraba evolucionar con la gracia de un delfín. Sólo faltaba que diera un salto fuera del agua.
Al cabo salió del agua, el agua reflejando las luces en cada centímetro de su hermoso cuerpo, y dijo:
– ¿Puedo quedarme, tío Luis?
LV carraspeó, porque algo se había atorado en su garganta, y contestó:
–Si.
Ladulce lo abrazó y lo besó. Con la ropa mojada, LV se fue lentamente a su cuarto, a cambiarse. Y a reflexionar.

Así fue como el mundo metódico, controlado, establecido, de Luis Vilella, se fue deteriorando como una manzana que nadie come. Poco a poco se fue ennegreciendo, soltando sus capas exteriores, ablandándose, licuándose.
Seis meses de convivir con Ladulce lo convirtieron nuevamente en siervo de una mujer, obediente a sus mandatos domésticos. Antes lo había sido de Enriqueta, aunque en ella había predominado, como un fondo gris, el horror. Ahora esta muchacha cuya carta de presentación había sido su cuerpo desnudo, empapado y feliz.
Pero seguía escribiendo. Metódicamente, minuciosamente. Le faltaban muchas cosas que contar, en sus escritos. Y lo hacía cuando Ladulce se iba a bailar, o a hacer compras, o a algún lado llamado “Quetimporta”, que había aprendido a respetar. Ella no sabía de los escritos. Pero igual, LV se cuidaba mucho de que no supiera de su existencia.
De pronto, engordaba. Soportaba la música (rock nacional, decía Ladulce) que, hay que decirlo, ponía baja, y en su cuarto. Y ella soportaba (¿o le gustaba?) Beethoven, a una hora determinada. Él sobrellevaba los aparatos raros que metía en la cocina, en el living, por toda la casa. Tecnología. Culpaba en parte a la “tecnología” de las cosas horribles que veía en televisión. Porque ahora la televisión estaba encendida. Y lo que veía le daba, en general, asco. Y vergüenza. Y tristeza. E impotencia. Impotencia. Rabia ya no: se diluía entre la impotencia y la tristeza. Cuando veía la televisión con Ladulce le venían muchas ganas de escribir. Su vida había sido demasiado importante como para no dejar testimonio. A los historiadores del futuro, por supuesto. Cuando se contase la verdadera historia. Su verdadera historia.

Luis Vilella no lo advertía, o acaso no advertía la magnitud del cambio, pero se estaba produciendo, lenta e inexorablemente.
Hasta que el cambio avanzó como una topadora. Derribó todo: la meticulosidad, el método, el orden, la constancia. Hasta el cariño que había desarrollado por esa loquita que se hacía llamar Ladulce, aunque su nombre era Melys.
Llegó la policía. Con una orden de captura. En cierta forma lo esperaba. Siempre hay cagones, ortivas, aún en las mejores familias. Y su “familia” era la mejor de todas. Eso estaba dentro del método, de sus previsiones: sabía cómo defenderse, y no hallarían pruebas.
También había una orden de allanamiento. También dentro de lo pronosticado. Así como tenía pronosticado el resultado: no hallarían nada.
Sólo que con la orden de allanamiento vino Ladulce.
Otra Ladulce. Seca, dura. Absolutamente distinta. Hasta en la ropa. Hasta en los ademanes.
Ladulce no lo miró: fue directamente al cajón oculto de la cómoda Luis XVI de su estudio. Donde estaban todos sus escritos. Sus escritos, relatando las misiones, los grupos de tareas, las salidas, los combates verdaderos, los “enfrentamientos”, los asesinatos selectivos, las capturas, los prisioneros, los interrogatorios, los sistemas, los manuales importados, las estrategias, los nombres. Todo lo que iban a necesitar los historiadores del futuro. ¡Del futuro, no de este presente embarrado y pringoso!
Lo esposaron, a punto de desmayarse; pero habían traído un médico.
A punto de desmayarse, el ex represor de la dictadura Luis Vilella observó cómo esa que él creyó su sobrina descolgaba algo como un pequeño camafeo del ángulo superior de su estudio, junto a la estatua del discóbolo, y de entre sus condecoraciones.
Una cámara. La maldita tecnología.



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