1CxD02-028 (16 de mayo de 2014)
PATERNIDAD
No se ha cumplido aún un mes desde que di a luz. Co es habitual, interrumpieron mi embarazo en la semana 39, y me efectuaron una cesárea. Lo habitual. Uno no tiene idea de la cantidad de hombres que viven de ese “oficio” hasta que pasa por un Centro de Brotes y Renuevos (CBR). Hilera e hileras de hombres embarazados, esperando la hora de la anestesia y la liberación. Luego, me dieron al niño, una copia exacta de mis videos de bebé. También es la costumbre. El padre debe tenerlo dos, tres semanas a lo sumo, porque si se muere en ese intervalo la responsabilidad es del padre, y no del CBR. Uno cree, hasta que llega a estas instancias, que es una cuestión de amor, de identificación filial, de la emoción de la paternidad. Luego se da cuenta que, como todo, es cuestión de dinero. Menos compromiso del CBR, menos paga si el bebé se muere. No es tan extraño que eso suceda. Uno no es una madre, al fin y al cabo, y (salvo contadas excepciones o costosos tratamientos hormonales) nuestros pechos no amamantan. Y las mezclas sustitutas son caras, y también están a nuestro cargo. Claro, si el bebé termina rozagante, vivo e inteligente, como este que llevo en mis brazos, el dinero es mucho, muchísimo. Representa el triple de un salario común cobrado durante tres años. Da tiempo para que uno se reponga, antes de que le implanten un nuevo embarazo. Uno cree, hasta que llega a estas instancias, que los niños que uno pare van a aumentar la población de la Tierra y los planetas, que un día serán hombres (no se producen casi mujeres; parece que porque su fuerza laboral es muy importante y mujeres nacidas de hombre son débiles), acaso importantes, acaso lleguen a colarse en la Cúpula, ese horizonte dorado donde ya no importa el dinero porque uno es su dueño. La élite. Luego descubre que los niños nacidos de hombre, los bebés reproducidos a partir de los genes de uno mismo, sirven para mulas (o sea, fuerza bruta laboral, en las escalas más bajas), o en cobayos siderales, para los saltos en el espacio que –como se sabe –a veces resultan y a veces, muchas veces, no. O como repuesto, como “refresco” para las clases de la Cúpula, y ahí uno comprende lo de “Renuevos”. La primera vez es un golpe extremadamente fuerte, porque se crea un vínculo potente entre ese ser que se cría en nuestro vientre, en su placenta sintética, y la parte pensante de uno. Dicen que la placenta sintética aísla todas las terminales excepto las del alimento, pero cuando uno llega a las últimas instancias ya no está tan seguro. Yo creo que hay una comunicación, que hubo una comunicación entre Ángel y yo, durante esos casi nueve meses. Quizás sea mi imaginación, tal vez sea la concreción de ese sueño recurrente que me impulsaba a entrar en el CBR cuando reptaba por los albañales o pescaba sapos para hacer un guiso. Cuando intenté toda clase de tareas, desde las minas a los pozo radiactivos, desde el buceo en las simas cloacales hasta los mostradores de “Pegue y Reclame” (“el que recibe las bofetadas”) Cuando uno llega a estas instancias, comprende que el verdadero trabajo para el que fuimos lanzados a este mundo era servir de portador de clones humanos, que por eso en nuestro Identificatorio ponen CBR, con un sello, y si no lo ponen la gente sabe que tiene pocas chances de llegar a adulto, que ya no a viejo. Hasta que cedí. Y fui alimentado a cuerpo de rey hasta que alcancé la masa corporal necesaria, y luego se me implantó la placenta con el óvulo desarrollado de mi misma médula, y creció allí, y yo no hacía otra cosa que comer, dormir y hacer vida sana ¡en el campo! Hasta esos lujos imposibles conlleva esta “profesión” de animal de parto. Pero desde los cuatro meses, más o menos, sentí a Ángel. Le di nombre. Dialogué con él. Creo que ese sentimiento se llama amor. Amé a Ángel.
Por eso huí.
El anticipo de la paga monstruosa por parir me permitió una nueva identidad, un camino por los subterráneos de la civilización, un horizonte de montañas y cuevas. Entre los rebeldes. El dinero me permitió vivir en ese lugar, lejos de la maquinaria trituradora, cultivando la tierra, mirando el cielo, calentándome al sol. Viendo crecer a mi hijo. Al menos, esperaba verlo crecer.
Eso fue en la última semana de mi primer mes de “padre”, si es que el nombre es válido (en el CBR nos llaman “incubadores”) Anoche desperté sobresaltado, y abracé a mi bebé. La luz de líquido combustible y fuego, de estos días, había desaparecido y estaba de nuevo el globo azul suspendido en el aire. Creí que soñaba. Pero no. Era el CBR. En realidad, nunca había salido de aquí. En realidad, mi huida fue proyectada, para que descargara la tensión pos parte. En realidad, para que comprendiera la nobleza de mi misión y mi contribución a la humanidad.
Entregué ese pequeño humano al que había llamado Ángel.
Cobré, y volví a la calle. Preparándome para el próximo embarazo. Mi contribución a la humanidad.
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