1CxD02-033 122 de mayo de 2014
UN SALÓN INMENSO
© Jorge Claudio Morhain
Cuando Luis Elpidio García abrió la puerta, se encontró con un salón inmenso, altísimo, anchísimo, acaso más grande aún por cierta inclinación de las columnas, silencioso, brillante. Entonces supo que no había vuelta atrás.
Sus pasos sonaron fríos y huecos, precisos y solitarios. Luis Elpidio García se miró los pies. Estaban calzados con sus viejos zapatos de cordón, negros y lustrados de tanto betún con saliva. Los zapatos que había usado en sus años de policía federal, donde el dicho es ese, precisamente: el brillo de la federal se saca con betún y saliva. Con los años ya nadie sabía qué era betún, así que el dicho lo reemplazó “pomada”, que no era tan efectivo, porque pomadas hay muchas y el betún era unívoco. Pero, claro, cosa de viejos. A veces Luis Elpidio García se sorprendía cuando decía cosas como esas y todos lo miraban raro, o lo cargaban, o directamente le preguntaban qué era eso (los pibes, que no distinguían entre su propio desconocimiento y el desconocimiento general de los más jóvenes) En fin, que ahora tenía puestos los timbos de cana. Y la ropa de cana. La pilcha de la taquería. Mirá vos. El traje planchadito, el azul, que con los años tiró a negro. Si hasta tenía las mangas blancas de dirigir el tránsito, y el pito colgando del cuello. Y seguro que la gorra… Sí, tenía gorra, la grande, la aluda, esa que por los sesenta los polis recortaban y achicaban hasta hacerlas unas ridículas boinas achicharradas. Después vendría la normalización, los uniformes negros, y las gorras inamovibles. Después estuvo prohibido modificar el uniforme. Pero para entonces él trabajaba de civil. Había ascendido de Tránsito a Investigaciones, y guardaría el uniforme bajo una capa de naftalina, en el fondo del ropero. Se olió la manga. Tenía olor a naftalina. Pero ahora tenía puesta la picha de sus años mozos. ¿Por qué le habrían puesto esta ropa? ¿Tan destrozada estaría la que estaba usando en ese momento? Pensar en la ropa destrozada le trajo malos recuerdos, y decidió posponer esos recuerdos, taparlos con otros más agradables. Porque era con esa ropa de cabo primero que conoció a Florita, Florencia Gómez, una flor de barrio llena de olor a Almidón Colman y a Citrus Que Pasa. Luis Elpidio García se daba la biaba, se acordaba, con brillantina Glostora, y salía a esperarla, de uniforme, a la salida de la inmobiliaria donde Florita manejaba el tablero de enchufes del teléfono, el conmutador decía ella, y, del brazo, se iban a caminar por la Costanera, parándose a mirar el balneario, o riéndose con el señor que va a tirar un salvavidas y nunca lo tira (les causaba risa). Quién iba a decir, tantos años juntos, Florita Gómez y Luis Elpidio García. Terminar así. La culpa era suya. Siempre fue suya. Primero fue su pase a la Guardia de Infantería. Parecía un destino más tranquilo que la calle. Jugar al truco y a la quiniela clandestina, llorar con los gases a los que había que acostumbrarse, hacer un poco de gimnasia. Pero después empezaron tiempos bravos. Y, de repente, Luis Elpidio García se descubrió corriendo gente por la calle, apaleando pibes y mujeres y tomándole el gusto, lo que era peor. Luis Elpidio García, filmado caminando con ese paso estúpido medio de costado todos a una como hilera de patos criollos, rumbo al despacho de Arturo Illia, para decirle que ya no era presidente. Luis Elpidio García no podía dejar de sentir vergüenza, aunque sólo se tratase de un caso de obediencia debida. Ja. El nombrecito iba a tener un largo recorrido. Le había traído un montón de aire fresco, muchos años después, y por ese nombrecito pudo respirar tranquilo durante muchos años. Salvo que, paradójicamente, la ley de Obediencia Debida arruinó su relación con Florita. Poco a poco, Luis Elpidio García fue comprendiendo cómo venía la mano. No era que Florita lo hubiese perdonado. Era sólo que tenía lástima por él, porque esperaba que en algún momento cayese en cana, y terminase fusilado. La primera decepción, el primer cambio de actitud de Florita, justamente, había sido cuando vio que a Videla, Massera y Agosti no los fusilaban. La cárcel no es un lugar seguro, decía. Cualquier día van a salir, decía. Y no se equivocaba. ¡Turco viejo y peludo nomás! Para entonces, Florita estaba vieja y repelente. No entendía la labor patriótica que Luis Elpidio García había llevado a cabo. Le decía asesino. Bueno, asesino era lo más suave. Lo peor es que si no hubiese habido aquel error en medio de tantos operativos ella hubiese sido siempre la misma. Como lo era, hasta aquel día. ¡Se había vuelto tigra! ¡Lo había arañado, golpeado, basureado! ¿Qué otra cosa podía hacer Luis Elpidio García sino aplicarle un correctivo? Las crisis posteriores no fueron tan grandes como aquella, pero lamentablemente sí los correctivos. ¿Qué podía hacer, Luis Elpidio García? A ella era como que le gustaba, como que pedía más, más. Y para peor para ella, la cofradía lo mantenía seguro. Eso era lo que se había pactado, cuando Alfonsín se mandó la primera macana, la de los Jefes. Todos iban a estar protegidos, siempre que se mantuviera el silencio al que estaban obligados por el juramento. Luis Elpidio García podía llevar su vida normal, bien jubilado, sin que faltase nada. Pero estaban las viejas chotas. Que removían, y removían, y aunque nadie hablaba nunca, aunque se habían quemado papeles y papeles, siempre había alguien, alguno que habían dejado ir por lástima o por giles o por presiones. O por giles. Eso pensaba Luis Elpidio García. Por giles. Debían haberlos liquidado a todos. No dejar testigos. Ninguno. Hasta a la propia tropa, cuando se veía vacilar a alguien, había que darles el traslado. Se hizo, pero muy poco, muy poco. No le gustaba a Luis Elpidio García recordar el día en que apareció su nombre. En un diario. En boca de algún hijo de puta sobreviviente, zurdito de mierda. El día que le dio la paliza final, a la Florita, para que tuviese en la despedida. El día que Luis Elpidio García se tomó el buque, ayudado por los camaradas, hacia el exilio. Pero, claro… Ahora lo veía. Se ve que Luis Elpidio García tenía que repensar todo esto, recordar todo esto, para entender qué le había pasado. El gavilán de Florita. Ese que la veía cuando iba a las supuestas clases de cualquier boludez en la comuna del barrio. Luis Elpidio García lo sabía, el servicio de informaciones seguía vigente. Pero había sido consenso general hacerse el sota, dejarla ir, que tuviera un consuelo, que le mostrara las marcas del cinto. Casi lo ponía orgulloso a Luis Elpidio García que ella tuviera que mostrarle al macho que su marido seguía siendo su dueño. Pero, claro. Ahora lo veía claro. El gavión no era un tipo común. Era un ex cuadro, un viejo tiracuetes de aquella época, uno de los pocos que estaban por la venganza, por el ojo por ojo. Un compañero del boludo de su hijo, de su único hijo, que justo va y se mete en una operación donde le tocaba a él barrerlos a todos. Justo a él. Culpa de su madre. Lo supo enseguida. Culpa de su madre que le había consentido sus ideas comunistas. Y ya estaba. Ya había sido. Para un hijo así mejor ninguno. Y este, que a lo mejor ni era el amante de Florita, que a lo mejor sólo estaban tramando la venganza a la callada, era uno de ellos, de los que se salvaron. Uno de los pocos que se hubiese animado a ponerle una bomba al auto que lo llevaba al aeropuerto de Morón, que pudiera hacerlo saltar por los aires, para destrozar toda su ropa y el cuerpo que estaba adentro, el de Luis Elpidio García.
Pensaba eso, mientras seguía caminando, marcando el paso en esa sala enorme, enorme, enorme.
Que no parecía terminar nunca. ¿Quién estaba ahí, si es que había alguien? ¿San Miguel Arcángel? ¿Dios mismo? ¿Jesucristo? ¿Irían a acompañarlo al cielo de los guerreros justos?
Seguía caminando. Pero el salón siempre estaba allí, enorme. Como si avanzara con él. Y como si no hubiese nadie.
Luis Elpidio García golpeó las manos.
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