1CxD02-051 9 de junio de 2014
PANCHO
© Jorge Claudio Morhain
El tostado cabeceó, pidiendo rienda. Pancho lo contuvo, acariciando su lomo. Respiró hondo. El verano traía pesadeces perfumadas, aunque era difícil ver las florecitas en aquel mar de coirones y pastos duros. No era temporada de cardos, todavía, ni época de manzanilla, que venía cada tantos años, y entonces sí había perfume. El tostado pateó el suelo, ansioso. Como si supiera de la urgencia de su dueño. O a lo mejor lo sabía. Pero Pancho sabía contenerse. Había sabido contenerse, mucho tiempo, cuando veía a Rosaura en las bailantas, o en las cuadreras. O en la misa, aunque si iba a misa era solamente por la Rosaura. Había sabido contenerse, las veces que había rozado su blanca mano, presentándose ante el patrón, para algún servicio a la señorita. Había sabido contenerse, el día que recorrieron juntos las gavillas, porque ella se empeñaba en conocer el movimiento de la estancia, y ese día fue cuando Rosaura alzó la vista y se encontró con los ojos negros del Pancho. Que no se desviaron hacia el suelo, como correspondía a la peonada, sino que se mantuvieron allí, buceando en esos ojos claros, de los que Pancho no podría definir el color. La había visto ponerse colorada, y balbucear algo que se tragó, para no seguir por ese camino. Había sabido contenerse, cuando ella taloneó su moro y se fue para las casas, dejándolo solo, a cargo de la gavilla. Si no se estibaba bien, no habría pasto para el invierno. Había que pensar en la gavilla, contener el vuelo de los impulsos y esconder el recuerdo de esos ojos. Pancho era bueno, conteniéndose. Sabía hasta dónde mamarse, conteniéndose antes de pasar la raya de la vergüenza. Hasta dónde cumbear al matoncito de turno, justo antes que el otro sacase el de fierro y se desgraciara. Contenerse cuando ella pidió su mano, para bajar del sulky, y la dejó como un año o dos, calentita, como una palomita caída de su nido, cuando ya estaba en el suelo, mirando el suelo, callándose. Contenerse cuando lo mandó el patrón a limpiar las cabriadas, encima de una escalera, en la casa grande. Y conoció al pituco que venía de las Buenos Aires, como a comerse a esos gauchos ignorantes, incluidos el capataz, el mayordomo, y hasta al patrón. Y a la niña Rosaura, claro. O sea, comerse a la niña para comerse la estancia, de allá arriba de la escalera Pancho se daba cuenta. Por eso cuando bajó para correrse más adelante, y ella le alcanzó un mate… ¡un mate! La miró a los ojos, medio de costado, listo a bajar la cabeza, pero ella no lo hizo y le sonrió… ¡le sonrió! “Mal bicho”, dijo Pancho por lo bajo, cabeceando hacia el porteñito. “¿José María?”, dijo ella, y se quedó mirándolo mientras sorbía lentamente el mate dulce. “Sí…” dijo ella, cuando le devolvió la calabaza. “Sí, Pancho. Mal bicho…”, y se fue al crujido de las polleras. Pancho se subió a la escalera y trapeó las maderas, cubiertas de polvo y un verdín oscuro. Por ahí bajó la cabeza y la vio, abajo, haciéndole señas con un mate. “Demasiada dulzura para un pobre peón”, dio Pancho sin poder contenerse. Ella sonrió, bajando la cabeza. “Usted la merece…”, contestó. Y enseguida, sin alzar los ojos: “no me quiero casa con José María, Pancho. Usted sabe, como yo, que lo que quiere es la estancia…” Él asintió, en silencio, y se miraron a los ojos. “La estancia, y las chinitas que anda engolosinando con sus aires de marqués.” Se miraron, largo, más allá del chillido del mate. Ella lo recogió, y demoró la mano rozando la del hombre. Bajó los ojos, se cubrió de rubor y dijo, antes de salir disparada con el mate y la angustia: “Salvame, Pancho”. Pancho se había contenido, había sofrenado las ganas de salvajes de correr atrás de ella, de abrazarla, de besarla, de llevársela al fin del mudo. Y subió, temblando, la escalera, y por primera vez en su vida temió caerse, allá arriba.
El tostado relinchó por lo bajo, alzando bruscamente la cabeza. Sí, venían.
Pancho sacó el Lafucheaux que había heredado de su padre, soldado de la Frontera, y se alzó el pañuelo, tapándole la cara.
Por la huella venía el sulky. Lo habían adornado con flores blancas, y Rosaura venía sola, radiante como una diosa, vestida de blanco, muy colorados los ojos, muy apretadas las manos. Raro, sola, solamente con el moreno, manejando el carruaje.
Pancho se cruzó en la huella, y el moreno tiró el sulky a un lado, como a esquivarlo. Pancho apretó el gatillo, y el tiro al aire resonó como en una catedral. El moreno tiró de las riendas, y alzó las manos, abriendo mucho los ojos. Pancho arrimó el tostado al sulky, y Rosaura saltó a las ancas.
Tocó apenas con la fusta las ancas del caballo, como para informarle qué debía hacer, y salieron como refucilo, hacia los pastizales.
Sonó un tiro.
Atrás venía el ómnibus de la estancia. Alguien había abierto la puerta, medio trepando al carretón negro y vidriado que tiraban dos percherones. Había apoyado el rifle en el techo y había disparado.
El señorito José María practicaba el tiro por deporte, allá, en la ciudad. Y era bueno en la puntería.
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