1CxD02-062 20 de junio de 2014
Antes de la colisión
©Jorge Claudio Morhain
No hubo día más triste para Pequeño Juin que cuando abordaron el vehículo que los alejaría para siempre del planeta. Pequeño Juin había nacido allí, en esa tierra ardiente y algo sulfurosa, donde gigantescos animales pastaban y se comían entre ellos. Como la suya, otras muchas pequeñas colonias intentaban poblar aquel mundo azul tan parecido al suyo propio. Habían sobrevivido a las inundaciones de lava y a las tormentas eléctricas desesperadas que los aislaban de toda comunicación entre las colonias. Luego, al fin, un día había llegado el informe desde su propio planeta. Los estudios habían terminado al fin, luego de analizar miles y miles de registros de las estrellas y cuerpos cercanos a aquel sol amarillo. De haberse tratado de un pequeño aerolito quizás los equipos robóticos podrían haber desviado su trayectoria. Pero aquello que se venía no era un aerolito. Era un planeta enano. El impacto con el mundo sería catastrófico. Es posible que arrancase un trozo del planeta, y quizás la propia materia se uniese a la del cuero que colisionaba para formar un anillo en torno en planeta. O un satélite. Pero en la superficie la cadena de la vida sufriría un golpe mortal. Sólo quedarían los seres esenciales, los que pudieran resistir tamaño impacto, y, con los milenios, todo sería reconstruido. Claro, no sería la última catástrofe. Acaso la mayor. Los colonizadores dejaron monumentos y señales de su presencia, porque algún día volverían. Y además dejaron una marca genética, implantada en algunos animales mamíferos que seguramente sobrevivirían, al menos en forma de huevo. Con el tiempo, podrían reconstruir una especie semejante a la suya: pensante. Cuando la flota partió, casi al unísono, todos pudieron ver al planetoide, en órbita directa de colisión con el tercer planeta del sol amarillo. Pequeño Juin lloró un poco, pero se consoló. Pronto estarían en su planeta de origen. Su superpoblado planeta de origen. Y en el transcurso de su vida, él no sabría que habría pasado en su lugar de nacimiento. Donde, seguramente, nadie sabría que estuvieron allí, que dejaron una semilla. Donde seguramente la señal genética habría progresado, y los habitantes, al fin pensantes, le darían otro nombre a aquel planeta, el tercero de una estrella amarilla. No lo llamarían, como ellos: Tierra.
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