1CxD02-060 18 de junio de 2014
LOS FAMOSOS POROTOS DE JACINTO
© Jorge Claudio Morhain
Trabajosamente, Jacinto sembró los porotos, los regó, los protegió del frío, de la demasiada humedad, del sol directo, de la sombra profunda, de los pájaros y las hormigas. El día en que, por sobre la tierra negra y lustrosa aparecieron dos hojitas y un tallo, Jacinto se emborrachó con cinco botellas de gaseosa caliente: la ocasión lo ameritaba.
Le había costado años y años conseguir aquellas semillas: todos decían que ya no existían, o que nunca habían existido, que era un engaño o un cuento de hadas. Incluso alguno le vendió semillas falsas, que dieron rechonchos porotos en su vaina verde, pero nada más. Había sido en los tenebrosos rincones entre las carpas gastadas de un Parque de Diversiones ambulante donde el viejo viejísimo vestido como un faquir, pero con un reloj de oro y brillantes en la muñeca, le entregó las semillas. Y, a pesar de que Jacinto venía ahorrando hacía los mismos años que buscando, no le cobró nada. Es decir, le cobró una promesa: tenía que traerle tres pelos de la barba del ogro.
Con todo el amor del mundo, Jacinto acompañó el crecimiento de los porotos. El tembloroso tallito verde se fue robusteciendo, creciendo ensanchándose. Pronto se apoderó de la casa de Jacinto, que tuvo que traer un tráiler pava vivir junto a la planta de porotos, que crecía más que los árboles del bosque cercano.
Cuando ya no pudo observar su extremo a simple vista, Jacinto comprendió que había llegado la hora.
Preparó su equipo de montañismo: zapatos claveteados, cuerdas, arneses, mosquetones, casco.
Y empezó a trepar. Mucha falta no le hizo tanto equipo, porque el superporoto tenía los tallos alternados, a corta distancia uno de otro, así que era muy fácil ir subiendo por ellos.
Jacinto subió. Subió. Subió. Tuvo que acampar en una enorme hoja, a comer algo y pasar la noche. Tuvo que protegerse del viento y de la lluvia, ponerse protector solar y manteca de cacao en los labios.
Una tardecita, avistó una puerta, en una plataforma hecha de hojas trenzadas. Hizo un esfuerzo más, y llegó hasta ella, antes que se hiciera de noche.
La puerta estaba cerrada, y una cadena tamaño barco colgaba de un aldabón dorado, entre las nubes. Jacinto se colgó de la cadena, y la palanca osciló, allá arriba, hasta que golpeó la campana que sonó a trueno. Toda la plataforma tembló y cayeron algunas gotas de lluvia, y Jacinto temió que todo se viniera abajo.
Pero no. Se abrió una ventanita minúscula, casi al pie de la puerta. Tanto, que Jacinto tuvo que agacharse para hablar con el gordito barbudo que asomaba la cabeza.
- ¿Jack? -, dijo el de adentro.
- Buenas… Me llamo Jacinto, y quiero entrar, señor.
- ¿Jacinto…? -, contestó el otro, y lo miró de arriba abajo, sacando la cabeza pelada por el ventanuco. - ¿Está armado?
- ¿A-armado? N-no, claro que no. Vengo… hum… en son de paz – la verdad que la pregunta había desconcertado a Jacinto.
La puerta gigante chilló como en las películas de miedo, y se abrió un cachito, tanto como para que pasara Jacinto.
Cuando volvió de la planta de porotos gigante, con un frasquito de monedas y otro frasquito con tres pelos, lo estaba esperando el viejo arrugado del Parque de Diversiones.
Apenas Jacinto puso un pie en el suelo, la planta de porotos empezó a marchitarse, a ponerse roja, luego ocre, luego amarilla, luego gris. Y a achicarse, achicarse, achicarse.
El viejo recibió tembloroso el frasquito de tres pelos del ogro, que era el pago por las semillas.
- ¿Cómo están las cosas allá arriba? –preguntó.
- Bien -, dijo Jacinto. – El ogro sigue comiendo chicos que suben por la planta, y sigue teniendo la gallina que en lugar de huevos pone monedas de oro (y mostró el otro frasco con monedas) Duerme la siesta con un sueño muy pesado y uno puede sacarle todos los pelos que quiera y robarle las moneas que prefiera y después volverse.
- Ajá. –respondió el otro. – Ahora cuénteme la verdad, no lo que le dijo el ogro que me diga.
- Bueno… Me contó que había dos ogros, uno bueno y otro malo. Que él era el bueno, y que el malo había sobornado a un tal Jack para acompañarlo a la superficie de la tierra y aterrorizar al mundo. Pero que había perdido la barba por el camino, y con eso la fuerza y el tamaño. Allá arriba todo ha cambiado, y el ogro bueno vive del turismo.
El viejo había sacado los tres pelos y los había pegado a su cara con un poquito de cinta transparente, y sonreía, sonreía.
- También me dijo -, siguió Jacinto, - que si el ogro malo conseguía tres pelos de su barba recuperaría su poder y su tamaño monstruoso y dominaría al mundo. Que hacía siglos que trataba de embaucar a los muchachos para que subieran por el poroto, pero que yo era el primero que había llegado.
El viejo, muy abiertos los ojos, que se iban haciendo redondos, empezó a cacarear.
- Así que, de común acuerdo -, siguió Jacinto, - decidimos sacarle tres pelos a la gallina de los huevos de oro. Porque en la cabeza tiene algunos pelo, que todavía no son plumas. Así que…
Pero el otro ya no lo escuchaba. Había salido entre corriendo y volando, a buscar un corral donde poner huevos, convertido en gallina.
Y bueno, todos los cuentos se acaban, y este también.
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