1CxD02-065 23 de junio de 2014
Red de mar
© Jorge Claudio Morhain
El mar estaba picado. Las olas castigaban
al “Dolce Amore” como pocas veces. Este asunto del cambio climático estaba
haciéndonos difícil la vida a los pescadores. Pero el cascajo se la aguantaba.
En el timón, yo sentía los golpes y los empujones, y como quien maneja un auto
por un camino poceado, sabía cómo corregir levemente el rumbo para que los
bandazos fueran soportados con mejor talante.
- ¡Eh, Pancho! ¿Estás soñando con
angelitos? ¡Vamos a perder una red!
- ¡Carajo!
Corregí el rumbo, girando el timón con
fuerza. ¿En qué estaba pensando? Ah, en que hacía eso automáticamente, como si
fuera parte de mi, mientras arrastrábamos la red, barriendo el fondo y juntando
todo lo que podíamos – después los muchacho devolverían lo inútil al mar; o al
menos la mayor parte. Pero no lo estaba haciendo automáticamente. Estaba,
precisamente, pensando en los angelitos. O en la Angelita. Y el pensamiento de
la Angelita era más fuerte que el sentimiento del timonel, de esa comunión con
el barco que necesita un timonel de pesquero.
- Guarda con el Pancho. Está distraído,
hoy, y puede meter la pata.
- Y… no es para menos…
El viento me trajo la charla de cubierta,
mientras cuidaban las redes con largas pértigas.
- Sí, mejor no pensar en Angelita, y hacer
mi trabajo.
Lo peor de todo es que me enteré por mi
hijo. Carlos trabaja en el “Sureño”, y no nos vemos mucho. Él tiene su propia
familia. Pero ayer nos encontramos en el muelle. Parecía casualidad. Capaz que
no.
- ¿Tomamos una grapa, viejo?
- Creí que lo tuyo era el tequila.
- Bueno, pero hay que respetar a los
mayores, ¿no?
Le tiré un cross, que esquivó riéndose.
A la tercer copita se puso serio.
- ¿Vos no sabés nada, cierto, viejo?
- ¿Qué? ¿Otro nieto?
- No –agachó la cabeza. – Es la vieja.
Me agarró el corazón, alguna mano
invisible.
- ¿Está enferma y no me lo dice? – siempre
sospeché que podría pasar eso.
- No. Se te va.
- ¿Se va…? ¿A dónde…? ¿A Buenos Aires, a
ver a la madre?
- No, viejo. Se te va… Con un tipo. Con un
amante.
La mano invisible apretó con más fuerza. Se
me hizo de noche, y tuve que vaciar la grapa.
- ¿Qué decís, Carlitos? ¿Me estás cargando,
hijo? Me estás jodiendo el bobo…
- Todos lo saben, viejo. Todos te miran de
reojo, y tenía miedo que alguno te cargase. Yo creo que la gente te respeta
demasiado, por eso nadie te lo dice. Pensé que lo mejor era que yo…
No sé, lo agarré por la solapa, por sobre
la mesa. Me dieron ganas de fajarlo, como cuando era chico, como cuando
embarazó a la que ahora es mi nuera.
- Pegue, viejo, si eso le hace bien… -me
dijo.
Y, qué mierda, me puse a llorar como un
boludo, y el pibe -¡mi hijo! – me acariciaba la cabeza.
- A lo mejor debía decírtelo antes, viejo.
Hace años que ese tipo ronda la casa. Yo me apuré a mudarme más por eso. Vos
salís al mar, y entra el pelotudo ese.
- ¡¿Quién?! ¡Decime quién!
- No. No me lo pidas, viejo. No te lo voy a
decir. No quiero tener a mi viejo en la cárcel.
Eso me hizo llorar un poco más. El pibe me
cuidaba. ¡Mi hijo!
- Y mañana se pianta. Cuando salgas al mar,
se va con el tipo. No sé donde, pero creo que al sur -, siguió.
“No vale la pena”. “Dejala, ya va a caer
con el caballo cansado y entonces va a saber lo que es bueno”. Creo que pensé
todas esas cosas. Pero no dije ninguna. Apoyé la cabeza en el brazo, y me quedé
pensando. Nunca había recibido semejante sacudón en la vida. O tal vez cuando
se hundió el “Florinda”, y no pudimos rescatar a la mitad de los compañeros, y
pareció que la empresa cerraba y quedábamos en la calle.
Cuando llegué a la casa, ella me había
dejado la comida en la mesa, y se había acostado. Era normal. Algunos días yo volvía
muy tarde, y entendía que ella se había deslomado en la casa, y estaba cansada.
Pero quién sabe, a lo mejor no era por eso. No importa. Anoche, lo único que
quería era dormir, mezclar la realidad con los sueños y despertarme pensando
que todo había sido una pesadilla. Y cuando me despertó con un mate y sentí el
olor a café con leche caliente pensé que era cierto, que todo era una pesadilla,
que a lo mejor tomé mucho y me inventé lo de mi hijo. Sí, seguro, yo la miraba
a la cara y ella me sonreía, como siempre. Me sonreía, como siempre. Me
alcanzaba la ropa de agua, como siempre.
Me despedía con un beso, como siempre. Sí, seguro que…
- ¡¡¡PANCHO!!! ¡¡¿QUÉ HACÉS, BOLUDO?!!
Los muchachos estaban gritando, y la barca
se escoraba peligrosamente, y todos venían corriendo a la cabina, y me
empujaban y yo me caía a un costado y se tiraban sobre el timón y lo daban
vuelta, vuelta, hasta que el “Dolce Amore” se estabilizaba, y uno gritaba que
perdimos una red, y el capitán me miró con toda la rabia del mundo y me gritó.
- ¡¡Pero cómo podés ser tan boludo, cornudo
de mierda!!
Y eso no lo soporté. Me tiré encima de él,
salimos por la puerta, despedidos, caímos en cubierta, y yo le daba y le daba
hasta que me parece que alguno me pegó con la pértiga y entre todos me tiraron
al suelo y ligué unos cuantos puñetazos hasta que el capitán dijo:
- Basta, che. Dejenló, que está enfermo.
Está enfermo. Eso díganle al patrón: que está enfermo, y que se desmayó. ¡¿Me
oyeron todos?!
Los muchachos gritaron todos que sí, que
estaban conmigo, y me metieron en el camarote y me pidieron que me quedaran
tranquilo, y, mientras se iban, uno dijo “pobre tipo”, y por suerte estaba
solo, porque volví a llorar como un boludo.
No sé cómo, casi de noche, llegué a mi
casa, y entré, medio como dormido (y no había tomado) y llamaba: “Angelita”, “Angelita”.
Pero no me contestó nadie.
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