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Nombre de guerra
© Jorge Claudio Morhain
De chico, Roberto se tragó toda la serie de
James Bond. Antes ya había trasegado la colección Rastros y Mr. Reeder. Así
que, cuando llegó a la Universidad, de intrigas, espías y conspiraciones sabía
un montón. O creía que sabía. La presencia de armas, de cacheos, de milicos
disfrazados de milicos y de milicos disfrazados de estudiantes se hizo notoria.
Y hubo que juntarse. Unirse contra los últimos, sobre todo, los botones de
civil, los infiltrados. Por entonces, militancia significaba resistencia,
contrarrevolución, izquierda seca y dura. Leyó “La sociedad organizada”. Leyó
todo lo que encontró del Che. Leyó a Scalabrini y Jauretche, y después, y casi
porque esos libros iban desapareciendo de las bibliotecas y librerías, Gramsci,
Trotsky, y, claro, Marx. Y Mao. No todo lo que leía le parecía bien, y había
cosas que no entendía y otras que fuera del contexto en que fueron escritas no
tenían sentido. Pero había que leerlos, para saber de qué hablaban los
compañeros en sus tenidas de bares oscuros y cines porno. Los cines porno
estaban bien, no porque miraran la pantalla, cosa que pocas veces hacían, sino
porque nadie iba a sospechar de un clandestino en un lugar donde todos eran
clandestinos. Después iban a las villas, y ahí se podía hablar con más
libertad, porque eran como tierra de nadie. Excepto por los infiltrados. Parece
que fue por culpa de los infiltrados que empezaron a usar los “nombres de
guerra”. “Cuanto menos sepamos de los demás, mejor”, decía el Pelado, que
siempre llevaba la voz cantante. En realidad no era pelado, sino frentón, pero
“pelado” era un buen nombre de guerra. Roberto pasó a llamarse Esteban, porque
“Ernesto” era demasiado solicitado. Pronto aparecieron representantes de las
Orgas, más o menos herméticas, más o menos armadas. Esteban (ex Roberto) se
convirtió en un cuadro de montoneros, un cuadro de servicios, para las tareas
más livianas, lejos de los fierros, que le daban cosa. Ya salía con Hilde, ya
habían hecho planes y mirado clasificados de departamentos y muebles. Pero
entonces, entonces llegó el golpe. El golpe que revoloteaba por sobre sus
cabezas, desde que el Viejo se pasó a la derecha, desde que los echó de la
Plaza, después de todo lo que hicieron para su vuelta, después de todos los compañeros
que dieron de verdad la vida por Perón.
Y el asunto de los infiltrados se volvió una peste. No, él nunca le dijo a
Hilde en lo que andaba. Era otra premisa de las Orgas: secreto absoluto, hasta
con los más íntimos. Así que no supo qué explicarle cuando pasó a la
clandestinidad, y un día estaba acá y al otro en Rosario, y después Bahía
Blanca, y una semana tenía bigote y la otra barba, o era rubio. Le dijo que no
la amaba. Que se había terminado la magia, que mejor pararan y que ya no se
vieran. Como si a Hilde le estuviera pasando lo mismo (mejor dicho, como si a Hilde
le estuviese pasando eso que él mentía) no hizo escándalo. Ni lloró. No se
vieron más. En los meses siguientes, los compañeros cayeron a montones.
Desaparecían. Y los cuadros sabían qué pasaba con los desaparecidos, la
infinita crueldad de los chupaderos, lo poco que se podía resistir la tortura,
los héroes que callaron hasta la muerte. Los infiltrados, o los cagones,
señalaban gente sin asco. Se decía que había una tal Rosa que los conocía a
todos, que había estado en la facultad con muchos y que, poco a poco los iba
señalando. Rosa, sin duda, era un nombre de guerra. Decían que había sido un
cuadro importante, bajo otro nombre de guerra, y que la habían ablandado a
fuerza de picana y violaciones, y que ahora lanzaba. Lanzaba todo. Por primera
vez desde el comienzo de su militancia, Esteban (Roberto) tuvo miedo. No sabía
por qué. Pero sentía un ojo en su nuca, siempre. Hasta que un día pasó. Una
calle demasiado silenciosa, demasiado guardada, un Falcon verde, quemando las
gomas, se sube a la vereda, le corta el paso, antes de que Esteban pueda
siquiera empezar a correr. Bajan dos roperos y uno le pega una patada en los
testículos. El otro le levanta la cabeza de los pelos, para que alguien, dentro
del auto, le vea la cara. "¿Quién es este, Rosa?", ladra. En el auto
se oye, extrañamente, un gemido. Y una voz de mujer dice "Roberto...
Nombre de guerra... Esteban..." Es lo último que Esteban (Roberto) oye en
su vida. La cápsula de cianuro se ha disuelto en su boca, y se va con la voz de
Hilde resonando en su cabeza. Se va demasiado pronto para sentir odio, o
reproche. O amor.
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