1CxD02-052 10 de junio de 2014
HISTORIA DEL HOMBRE QUE LIMPIA CON UN PINCELITO
© Jorge Claudio Morhain
Cuando la arena se asentó, estaba allí. El hombre se encogió, en la inconsciente esperanza de pasar desapercibido. Lo estaba observando. Y, sin embargo, esos ojos extraños parecían mirar otra cosa. Más allá. Enfocaban directamente al fondo de la retina de hombre, pero la sensación era que el foco estaba muy, muy detrás. Todo lo que le habían dicho estaba resultando cierto. El desafío de adentrarse en las ruinas sumerias era la posibilidad de despertar al efrit. La leyenda era la típica: el monstruo custodio de la morada de los dioses castigando al usurpador. Pero ahora, entre la arena con la que el viento tallaba una nueva duna, estaba la criatura. Mirando eones más atrás del hombre. El hombre, que intentó alejarse, girar sobre sus talones, huir. Sería tan fácil, estando cerca el vehículo, la salvación. ‘Cerraré los ojos’, habrá pensado, ‘y correré muy rápido’. Pero no podía, los ojos estaban petrificados, perforados por la mirada lejana del efrit. Entonces, el ser parpadeó, y ya no estaba allí. El hombre regresó al jeep. Es decir, el cuerpo del hombre volvió al jeep, se alejó de las ruinas, sin mirar la duna que se iba formando, tapándolas. En silencio, llegó a la ciudad, en silencio, abordó un avión a su país. Cuando se reunieron los arqueólogos para conocer los resultados de la experiencia, no lo encontraron. Nunca más. El hombre (mejor dicho, el cuerpo del hombre) volvió a su país en silencio, como un zombi: su alma había quedado allí, devorada por el efrit. Y esa es la historia del señor que limpia las piezas con el pincelito, callado, abstraído, impertérrito. Como si fuera parte del museo.
Los visitantes hicieron muecas al hombre que limpiaba piezas con un pincelito, y siguieron al próximo punto de interés. El hombre, que había sido explorador en las ruinas sumerias ocultas por el desierto, limpiaba piezas con un pincelito.
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