1CxD02-079 8 de julio de 2014
La madre de Rolando
© Jorge Claudio Morhain
Rolando Ruscio fue un chico inteligente. Superdotado, decía
su madre, pero su madre -que había quedado sola para criarlo ante la fuga del
padre- exageraba en muchas cosas. Frecuentador temprano de la ciencia ficción y
las revistas de divulgación más o menos serias, se jactaba de saber de todo. No
todo, porque todo, decía, implica la teoría del campo unificado,
que todavía está en veremos. Desde ya, como el desafío máximo, esa teoría era
la que lo desvelaba. Solían desvelarlo también algunas muchachas. Primero en la
escuela, luego en las revistas, más tarde en la Web. Era el principal punto de
fricción con su madre, que no quería que “perdiese su precioso tiempo en
putas”. Rolando asentía, como siempre, pero se veía a escondidas con Claribel,
la chica más inteligente del último año de la facultad. Ella se había
licenciado. Él prefirió seguir con los experimentos. Pero la admiración mutua
los hacía juntarse, y la inteligencia común los incitaba a buscar subterfugios,
secretismos, encriptaciones que impedían que nadie más supiese de esos
encuentros. La encriptación, decía Claribel, en lo que era experta, puede
aplicarse incluso en el mundo real. No sólo se pueden enrevesar los números,
las letras, los signos de un mensaje, sino que pueden alterarse las cosas tan
sutilmente que parezcan otras. Y lo demostraba matemáticamente. Por eso se
llevaba tan bien con Rolando. La torsión del mundo material que proponía
Claribel se aproximaba mucho a su propia teoría del campo unificado. “Si
conseguimos integrar el espaciotiempo a un esquema de encriptación absoluta”,
se entusiasmaba,” la esencia misma de todas las cosas saldrá a la luz, como una
carta que se abre o una naranja que se pela.” Nadie puede decir que los
encuentros Rolando-Claribel tenían amor, sexo, contacto o ternura. Pero lo que
tenían sin duda eran tormentas tropicales de ideas, huracanes de conceptos,
tornados de imaginación. Tampoco nadie podría decir mucho de los encuentro,
porque jamás nadie la había visto entrar o salir de la casa de la madre de
Rolando. Porque cuando Claribel iba a la casa de la madre de Rolando (la madre
no lo autorizaba a decir “mi casa”), la madre de Rolando, precisamente, veía
pasar un gato a rayas, o un camello, o una nube de mosquitos, o apenas una
sombra sin cuerpo. Lo que la asombraba, claro, pero no hacía mucho caso de
cuestiones tan abstractas como qué hacía un camello suelto en Hurlingam. Pero
sí la empezó a preocupar el perfume. Porque Claribel gustaba de bañarse en
perfumes, siempre distintos, y las explosiones de ideas y de chispazos
eléctricos de las habitaciones de Rolando terminaban por impregnar esos aromas
en todas las cosas. Los chispazos venían e la Máquina de Encriptar
Espaciotiempo, una impresionante plaqueta del tamaño de una pizza en la que en
cada reunión iban agregando, Rolando y su media ecuación Claribel, infinitesimales
componentes que la mayoría de las veces había que instalar con un microscopio.
“No sé qué se te dio por el perfume, mariquita”, le decía cariñosamente su
madre. “Pero tengo miedo que te estés convirtiendo en puto, y que un día
cualquiera te operes el pito y te pongas tetas. Sos mi desgracia, Rolandita”.
La Mamá de Rolando era en extremo cariñosa. Los días fueron pasando, porque ese
es su destino, y mientras tanto el caso del perfume y otros más o menos
misteriosos, como un tampón en el baño, o pinzitas para el pelo junto a los
microchips, fueron preocupando más y más a la madre de Rolando. Los encuentros
encriptados de Rolando y Claribel
seguían viento en popa, y la pizza de
componentes estaba como para el horno y la capa de muzza. La mamá de Rolando
consultó al médico amigo que nunca falta,
y el antiguo señor se acomodó los cristales y suspiró. Justo lo que necesitaba:
una madre preocupada –como él- por el
creciente avance de la homosexualidad y el transexualismo. La mamá de Rolando
volvió más alarmada que nunca, con el corazón en la boca, como decía ella. Y
justo ese día, ese mismo día, la torta transespaciotemporal unificada quedó
lista, y tomado de la mano con Claribel, Rolando la puso en marcha. Era tan
emocionante que, por primera vez en sus vidas, se dieron un beso. La máquina
zumbó y zumbó en la mano de Rolando, y en eso se produjo un chispazo que originó
una baja de tensión memorable en toda la red interconectada, pero de una
milésima de segundo, y se oyó a Claribel gritar “¡soltame, soltame! Y en eso
entró la madre de Rolando, de sopetón, excitada, turbada, contrariada. En el
medio de la habitación de su hijo había una enorme mancha negra, y junto a
ella, tiritando, una muchacha desnuda. Así fue como perdió la chaveta la madre
de Rolando, y cómo Wikileaks ganó un sistema de encriptación algo más impenetrable
aún que el desarrollado por Julian Assange.
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