miércoles, 9 de julio de 2014

1CxD02-080

1CxD02-080 9 de julio de 2014
Viva la Patria

© Jorge Claudio Morhain

Alguien está llorando, en algún lado.
Inflo el pecho, me pongo bien derecho, respiro largo y espiro más largo aún. Miro al frente, alta la cabeza, y avanzo. No van a poder conmigo.
Hay que que caminar. El colectivo me deja a muchas cuadras. No tengo para pagar un taxi. El barrio no es anónimo: hay olores metro a metro, hay ruidos casa a casa, hay personas que entran, personas que salen, personas que se despiden, personas que venden algo. Un taller mecánico. Un kiosco. Una agencia de lotería. Empedrado, Coches que pasan con ese microsaltito constante que da la piedra pulida del pavimento. Respiro hondo. Aprieto el paso. Hay cortinas metálicas. Hay camiones que entran y salen. Allí. Adelante. Ese es el lugar.
Alguien llora en algún lado.
Cuando voy a llamar a la puerta, se abre y sale un hombre flaco, que me mira un instante. Luego me golpea el brazo y me dice “suerte”, y se va. Tiene el diario bajo el brazo, y hoy no se afeitó. “Soy un directivo, soy uno de los dueños, soy un socio”, pienso. Es decir, me mentalizo de que soy eso. Abro la puerta. Hay dos sillas, y siete hombres. Todos con el diario. Los miro un instante, y sonrío. “¡Buenos días!”, digo, en voz alta. Y en tono jovial. Uno se para bien, porque estaba mal apoyado, el otro se yergue en la silla, el tercero me mira como para pedirme algo. Del otro lado de la puerta deben haber intuido algo, porque asoma una empleada y dice “¿señor?” Me acerco con confianza, y, lo más bajo que puedo, le contesto “Buenos días, señorita. Vengo por el empleo…” Me mira con cara rara, como si no se decidiera sobre si hablo en serio. “Bien”, dice, y cierra. Me quedo con un dedo en el chaleco, sonriendo a los que me observan. Noto que alguien entreabre la puerta y me mira, y yo hago como que no lo advierto. Enseguida se abre más y un señor me dice “pase, por favor”. El interior de la oficina es estrecho: el escritorio de la empleada y una silla enfrente. De la puerta que da a otras oficinas –de donde ha salido el que me recibe- asoma otro y me mira. “¿Es él?”, pregunta el primero. El otro sale finalmente, canoso, casi pelado, gordo. Y dice “¡Benítez! ¿Pero qué hacés por acá?”
Alguien llora en algún lado.
Sí, ahora lo recuerdo: es Íñiguez, compañero de facultad, pesado y jodón. Lo perdí de vista en primer año, hace siglos. “Sí, es él. Es el famoso escritor Lucho Benítez, el autor de las más bellas poesías del mundo. Como esa que tengo bajo el vidrio del escritorio, ¿viste?”, le dice al otro, y me empuja a la oficina lleno de cuero y desodorante caro. El otro se afloja: estamos entre amigos: “Pero siéntese, Benítez. ¿Qué lo trae por acá?”, me dice. Respiro hondo, un poco desconcertado de que mi truco del visitante de jerarquía me haya salido tan bien, pero tan bien, que se me va a dar vuelta en cualquier momento. “Contanos. ¿Falta mucho para el premio Nobel, che?”, dice Íñiguez.
Alguien llora en algún lado. Es un niño, o un adolescente desvalido, creo.
“Falta toda una vida, Íñiguez”, contesto. “Me dediqué a la historieta. Con seudónimo: ‘John Mackenzie’, tal vez lo hayas visto. Guionista de historieta. Me iba muy bien, Íñiguez, muy bien. Pero, viste, el uno a uno, la flexibilización laboral, la importación a granel de revistas extranjeras mató todo. A granel, en serio: al peso, a tanto el kilo... Y, viste… nunca estudié otra cosa.” A Íñiguez se le ha borrado casi la sonrisa. El otro mira para otro lado. “Ah, qué joda, che. Es así. Unos suben y otros bajan, Benítez”, intenta romper el hielo. “¿Y ahora…?”
Sí, llora. Alguien llora.
“Leí que necesitaban una persona de confianza… como vigilante… vigilador, le dicen ahora. ¿Todavía está el puesto?”, digo. Digo.



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