1CxD02-90 18 de julio de 2014
División Accidentes
© Jorge Claudio Morhain
La Hilux, tremendo elefante, recibió el impacto preciso,
perfecto, en la goma delantera izquierda. Venía a las chapas, como es habitual
en esas ostentosas naves de guerra, por la estrecha calle Estados Unidos, al
3100 más o menos. El capitán Puglessi la conducía, con la pericia de conductor
de tanques y corredor de TC, y años de volante. La Hilux tenía ABS y
servofrenos y todos los chiches, pero se fue de costado, dio una voltereta y.
como era inevitable, convirtió en moco todo el kiosco de María Bruno. Y a María
Bruno, dueña de la parada desde hacía
veinte años; parada que había sido de su marido y de su suegro desde que hubo
parada y, ya se sabe, las paradas de diarios y revistas son hereditarias. El
capitán no tenía cinturón de seguridad y aparentemente golpeó con la cabeza en
el parabrisas, porque los bomberos lo sacaron desmayado del habitáculo, y quedó
internado en coma leve. La bala achatada por la llanta de la Hilux era del .375.
Arma de guerra, fusil de francotirador, posiblemente un Remington 700. No se
consigue en el barrio.
– Cómo caíste, Popín. Ahora te dan los accidentes de
tránsito. – Estelita estaba tan buena que el Popa Chávez era capaz de
perdonarle hasta un pedo en una conferencia.
– ¿Viste? – No valía la pena explicarle que era un intento
de asesinato. Que el capitán Puglessi había sido asesino de un Grupo de Tareas
y que venía zafando porque había sido más piola que los demás y no había dejado
rastros. Casi todos los represores estaban convencidos de que nunca jamás
alguien iba a averiguar qué hicieron, y menos cómo y por qué. Y la adrenalina
diaria era tan subyugante que había que
tener mente de ajedrecista para prever un futuro tan negro. Ajedrecista o
mecánico de precisión, que es lo que era el loco Puglessi, apasionado de los
fierros, capaz de sacarle ciento veinte a un tanque de guerra a campo traviesa
y calcular la trayectoria del proyectil disparado a la carrera para que diera
justo en el nido de subversivos y no en la iglesia de al lado.
Claro, Puglessi zafaba de la justicia. Y casi todos los
sobrevivientes querían eso, y no venganza. Pero al capitán zafaba y zafaba, y
ninguna de sus víctimas sobrevivientes quería verlo morir de viejo. Por eso,
supusieron los superiores, el tiro en la goma.
El Popa se llevó su vehículo oficial de incógnito (un R 9
mal de chapa) y se metió por San Cristóbal, buscando la esquina del atentado y
el accidente. Por qué, pensaba, un tiro en la goma y no un tiro en la cabeza. Se
requería la misma precisión para cualquiera de ambos blancos. Y el capitán
seguía vivo, apenas unos golpes y una especie de amnesia pasajera. A menos,
pensaba, que no quisiesen matarlo. Advertirlo. Quizás, pero de todos modos nada
de eso entraba en el modus operandi de un sobreviviente de la dictadura. Cosa
curiosa, entre los sobrevivientes no había violentos. Esa gente que en la mayoría
de los casos había sido arrancada de sus casas sin motivo, o por motivos
infantiles, torturada, violada, quebrantada de la peor manera, había perdido la
sed de venganza. O acaso, deducía el Popa, esa “sed de venganza” no exista, sea
solamente otro invento norteamericano, un justificativo para cagarse en las
reglas y la moral. Como siempre.
Como siempre, el Popa se enredó buscando estacionamiento. “Mejor”,
dijo, y dejó el Renó en una lateral tranquila y sombreada.
En la esquina todavía había conmoción. Lo que quedaba el
kiosco estaba ahí, apilado: libros, revistas, chapas, maderas. Cuidadosamente
destrozado, como en una demolición. Una cinta policial cerraba el paso, y un
par de vecinas ensuciaban el umbral contiguo con unas velas, flores y
estampitas.
El consigna reconoció al Popa, pero por suerte entendió la
seña de silencio y se hizo el sota. Chávez se arrimó a las beatas, con aire de
jubilado de caminata.
– ¿Un accidente?
Una de las señoras mayores le contó con lujo de detalles la
embestida de la camioneta, en pleno día, sin niebla ni lluvia, lejos de los
semáforos, casi sin tránsito. “Manejan como locos”, acotó. No habló de la bala
en la cubierta.
– ¿Qué destino, no? Pobre Marita… Justo ahora…
– ¿Quién era? – el Popa fingía no saber nada.
– María Bruno. La dueña. La mató la camioneta. Así como
destrozó todo el kiosco, también le tocó a Marita, que tomaba mate
tranquilamente. El mate fue a parar a la esquina. Lo juntaron los vecinos.
Capaz que lo pongan en un museo…
– Ah… ¿y ella era la dueña del kiosco?
– Del kiosco, por ahora. Estaba a punto de ser dueña de toda
la cuadra, vea. Está de Dios…
– ¡A la flauta! ¿Cómo de la cuadra?
– Como lo oye. El dueño de todo esto era pariente del
marido, y no tenía descendencia, así que le dejó todo a don Enrique, que fue el
marido de María, para que el traspaso se hiciera efectivo después de su muerte.
Pero parece que algunos avenegras impidieron la ejecución del testamento, a la
muerte del dueño. Hubo montones de juicios, vea. Pobre don Enrique, murió antes
que saliese la resolución a su favor, y el legado quedó para la esposa. Y mire
lo que le pasa…
– ¿Perdieron los avenegras? ¿Con sentencia firme?
– Firme. Salió hace quince días. Estaban haciendo todos los
papeles.
– Cierto: ¡qué destino!
– No es el destino – la otra había estado oyendo en silencio.
– Es brujería. Es un daño. Hay mucha gente mala en el barrio, y a María le
hicieron un daño. La destrozaron toda. Por eso no podía tener hijos…
– ¿Y quién se queda ahora con la cuadra?
– ¡Esa manga de buitres, seguro! ¡Si María no tenía descendencia!
Hasta con el kiosco se van a quedar, seguro lo venden a una empresa multinacional
o un multimedios, qué se yo.
– ¡Oiga, ¿usted no será de Clarín, no?! – la de la brujería
era más desconfiada.
– ¿Con esta cara, doña? No, pregunté de chusma, nomás.
Buenos días…
El Popa se alejó despacio, pasando junto al consigna, que
apenas podía aguantar.
– Como te rías te mando al calabozo. Continuar. – le dijo
por lo bajo Chávez.
Durante toda la charla con las viejas (perdón, las señoras
de edad avanzada) había relojeado los edificios vecinos y calculado de dónde
podía haber venido la bala. Cuando se agachó en el borde de la vereda, a
“atarse los cordones”, poniéndose a la altura de la goma de la Hilux, supo exactamente
de dónde. No había otra ventana que diera tan exactamente a ese lugar.
La ventana de la torre de la Iglesia de la Santa Cruz.
El Popa consiguió la orden de allanamiento con bastantes
dificultades, pero al fin se la dieron. En el depto de María Bruno, amplio, de
planta baja (el marido había sido portero, y estaba a dos pasos del kiosco) el
Popa encontró a las dos señoras mayores. Estaban barriendo meticulosamente, y
tenían dos bolsas de consorcio llenas. Chávez golpeó con los nudillos en la
puerta abierta.
– Perdón.
– La señora de la brujería no pareció asombrada.
– ¿Cómo le va? ¿Necesita algo… o su caminata incluye este
edificio?
El Popa le mostró la chapa y la orden de allanamiento. La
mujer bufó, y la otra asomó la cabeza, con un jarrón en una mano enguantada y
una franela en la otra.
– ¿Quién es, Carmen?
– Policía, Mercedes. Y un policía conocido, que nos tomó por
zonzas…
– Disculpen. Era una investigación. A propósito, ¿qué hacen
ustedes en este lugar?
– ¡Qué le imp…! – empezó la tal Mercedes, pero Carmen la
codeó:
– Es policía, Mercedes. Me mostró la credencial.
– Somos las mejores amigas de la finada, señor policía –
aflojó con pocas ganas la Mercedes. – Veníamos s visitarla siempre, y ella nos
dio una llave del departamento por si le pasaba algo.
– ¿Y qué podía pasarle? No, déjeme eso. – El Popa señaló las
bolsas de basura que Carmen estaba recogiendo.
– ¡¿La basura?! – Chávez asintió lentamente con la cabeza.
– Podía enfermarse. Podía desmayarse. Podrían entrar
ladrones y dejarla amarrada. ¿Quién sabe? Solamente a una amiga de fierro se le
da la llave de su casa, ¿no? Eso somos nosotros.
– Vámonos, Mecha. No nos necesita.
– Se equivoca, Carmen –, dijo el Popa. – Las voy a necesitar
de testigos. Por favor…
El Popa halló, finalmente, y luego de casi medio día de revolver
mugre, las notificaciones de los abogados sobre el asunto de la propiedad. La
mitad de los papeles los sacó de las bolsas de basura, junto con antiguos Vea y
Lea en cuyo interior estaban disimulados los oficios. Les dijo a las señoras de
edad avanzada que volvieran a limpiar todo cuidadosamente, y que no dejaran
ninguna de las puteadas que le iban a echar fuera de las bolsas de consorcio.
Las mujeres no entendieron, pero cuando empezaron a putear por el desparramo d
porquería más o menos cayeron en la cuenta.
El Popa llamó con gusto a Estelita, con el celular:
– Estelita, mi amor, ¿seguís en el área legales o ya te
transfirieron a Inspectoría de Gallinas, como a Borges?
– Vos y ese Borges se pueden ir a…
– Escuchame, prendé el grabador y me buscás los datos de
toda la papelería que te voy a dictar. Y sin comentarios, porque, amorcito, es
una orden.
Mientras pensaba en Estela subida a las estanterías de los
juzgados con esa pollerita poco policial, caminó hacia la Iglesia de la Santa
Cruz.
“¿De dónde me suena?”, pensaba.
– ¿Usted se interesó después de ver la película? –preguntó
el diácono que acompañaba al Popa por los jardines de la Parroquia, tremendo
oasis tan cerca del centro vital de la ciudad.
– ¿Qué película? – el diácono no pudo ocultar su disgusto.
– “La Santa Cruz, Refugio de Resistencia”. Lo filmaron en
2009, y tuvo mucha repercusión.
– Ah, no, no sabía. Es que los policías somos gente muy
ocupada, ¿vio?
– Pero al menos sabrá lo que pasó aquí en la última
dictadura.
– Ah… no.
– Aquí prácticamente nació el movimiento de Madres de Plaza
de Mayo. Azucena Villaflor, que fue su fundadora, y otras madres se reunían
aquí para planificar acciones tratando de encontrar a sus hijos desaparecidos.
Un muchacho rubio al que llamaban “El Ángel” se unió a ellas, porque decía que
tenía un hermano desaparecido…
– Ah, sí – finalmente había obligado al Popa a dejar de pensar
en la Hilux volcada y recordar dónde estaba. – El hijo de puta de Astiz.
– Bueno – el diácono se puso colorado – no lo calificamos n
esos términos. Pero sí, ara Alfredo Astiz, que las entregó a los represores, y
ellas nunca más aparecieron. A ellas y a dos monjas francesas…
– Padre…
– Perdón, dígame Juan. Sólo soy diácono.
– Decime, Juan, ¿quién tiene acceso a la torre del templo?
– Nadie. –La pregunta sorprendió al diácono Juan, que se
paró en seco, escandalizado.
– Ajá. Nadie limpia, por ejemplo.
– Bueno, tenemos un ayudante, que una vez al mes…
El ayudante resultó tener un primo que lo suplantaba cuando
viajaba al sur, a ver a su hijo. Ayudante que resultó trabucándose en las
palabras hasta que todo se hizo claro como el agua. Como el agua turbia.
– Bueno, sí, – dijo el pibe. – Pero no es ningún delito. Yo
sé de leyes… (Popa se abrió el saco como al azar, y se vio la culata del .45,
así que el otro bajó el gallito) Sí, un loco, un turista loco, que quería sacar
fotos de allá arriba, pero la iglesia no iba a dejarlo, nunca, así que me tiró
unos mangos y se hizo cargo de la limpieza esta semana, que tocaba. Pero era
buen tipo. Hablaba mal, con acento extranjero. Dijo que era un turista. Me dio
unos mangos. ¿Vamos y vamos?
El intento de coima terminó de sacarlo, y tuvo que hacer esfuerzos
para no mandarlo en cana. El que iba a quedarse sin trabajo era el ayudante de
la iglesia, un viejito, según había dicho el diácono. Así que lo dejó.
Habría que seguirle el rastro a la bala, cuando Balística
tuviese el informe. Pero si el francotirador era realmente un importado lo más
probable es que resultase un sicario especializado. Podía seguirse esa pista.
Pero iba a tardar.
Estelita tardó menos. Detrás de todo el negocio de la
manzana frente a la Santa Cruz estaba una “Organización Partagás”
– Me suena –, dijo Estelita, mientras se ponía el corpiño.
– Partagás era una compañía trucha creada por Massera para
algunos negocios turbios y algunas operaciones inmobiliarias. No creí que
todavía existiera algo así. – Al Popa le gustaba verla vestirse, cansada,
sudada, luego de una de esas sesiones memorables. Ella siempre sospechaba que
los informes que le pedía de vez en cuando eran falsos, porque siempre rendía
cuentas en el mismo lugar: la cama del Popa Chávez.
– ¡Qué culo que tenés, Chávez! ¡Se te dan todas!
– ¡Y por eso me llaman “Popa”, boluda! – Popa tuvo ganas de
decirse “vos también te me das”, pero no quiso invalidar un futuro encuentro.
La Sección Delitos Económicos hizo su trabajo, y cayeron
varios abogados, contadores… y represores. Algunos represores estaban
escondidos. Otros operaban desde la cárcel. Y alguno que otro iba zafando. Como
el capitán Puglessi.
Puglessi tenía una buena parte de las acciones del “Grupo
Partagás” (que tenía otro nombre, más acorde: “International Real Estate Inc.” O
algo así, pero “Partagás” figuraba en todos los papeles.
Había sido una trágica jugarreta del destino, había dicho el
comisario en un arranque poético: Salvó la vida de un atentado pero se llevó
puesta a la señora María Bruno, y por ahí lo agarraron.
El Popa recibió una felicitación, aunque nunca se pudo saber
quién le disparó a las gomas. La deducción de la Fiscalía fue que se trataba de
una víctima sobreviviente exiliada, posiblemente un alto cuadro guerrillero, y
que por eso su rastro sería casi imposible de seguir. Además, ¿de qué lo iba a
acusar? ¿De tirarle a las gomas?
Así que Puglessi terminó preso, al fin. Quizás, mientras
tanto, alguien se animara a acusarlo por su actuación en la dictadura.
Pocos días después, El Popa recibió un informe del
laboratorio. Un informe raro. En la sangre del capitán había una fuerte dosis
de Rohipnol: el golpe en la frente no fue suficiente para desmayarlo.
El Popa lo estuvo dando vueltas en la mano y lo archivó.
Tenía otras cosas urgentes.
Acompañar el cortejo de María Bruno, por ejemplo. Las señoras
de edad avanzada se habían hecho amigas, finalmente, cuando supieron que la
cuadra frente al Santa Cruz no iba a cambiar de dueños. Ahora llevaba una
manija, la penúltima de la derecha. En la última iba Carmen.
– Pobre María… Irse justo ahora…
– Ya me lo contó, Carmen. Casi fue dueña de toda la cuadra.
– No, no es eso. Eso es lo de menos. Usted no sabe, Popa…
Usted no sabe las cosas horribles que pasó la pobre María en esas cárceles
clandestinas. Hace pocos meses encontró a su torturador, y estaba por
presentarse al juzgado para acusarlo. Pobre María…
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