sábado, 19 de julio de 2014

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1CxD02-90 18 de julio de 2014

División Accidentes

© Jorge Claudio Morhain

La Hilux, tremendo elefante, recibió el impacto preciso, perfecto, en la goma delantera izquierda. Venía a las chapas, como es habitual en esas ostentosas naves de guerra, por la estrecha calle Estados Unidos, al 3100 más o menos. El capitán Puglessi la conducía, con la pericia de conductor de tanques y corredor de TC, y años de volante. La Hilux tenía ABS y servofrenos y todos los chiches, pero se fue de costado, dio una voltereta y. como era inevitable, convirtió en moco todo el kiosco de María Bruno. Y a María Bruno,  dueña de la parada desde hacía veinte años; parada que había sido de su marido y de su suegro desde que hubo parada y, ya se sabe, las paradas de diarios y revistas son hereditarias. El capitán no tenía cinturón de seguridad y aparentemente golpeó con la cabeza en el parabrisas, porque los bomberos lo sacaron desmayado del habitáculo, y quedó internado en coma leve. La bala achatada por la llanta de la Hilux era del .375. Arma de guerra, fusil de francotirador, posiblemente un Remington 700. No se consigue en el barrio.
– Cómo caíste, Popín. Ahora te dan los accidentes de tránsito. – Estelita estaba tan buena que el Popa Chávez era capaz de perdonarle hasta un pedo en una conferencia.
­– ¿Viste? – No valía la pena explicarle que era un intento de asesinato. Que el capitán Puglessi había sido asesino de un Grupo de Tareas y que venía zafando porque había sido más piola que los demás y no había dejado rastros. Casi todos los represores estaban convencidos de que nunca jamás alguien iba a averiguar qué hicieron, y menos cómo y por qué. Y la adrenalina diaria era tan subyugante  que había que tener mente de ajedrecista para prever un futuro tan negro. Ajedrecista o mecánico de precisión, que es lo que era el loco Puglessi, apasionado de los fierros, capaz de sacarle ciento veinte a un tanque de guerra a campo traviesa y calcular la trayectoria del proyectil disparado a la carrera para que diera justo en el nido de subversivos y no en la iglesia de al lado.
Claro, Puglessi zafaba de la justicia. Y casi todos los sobrevivientes querían eso, y no venganza. Pero al capitán zafaba y zafaba, y ninguna de sus víctimas sobrevivientes quería verlo morir de viejo. Por eso, supusieron los superiores, el tiro en la goma.
El Popa se llevó su vehículo oficial de incógnito (un R 9 mal de chapa) y se metió por San Cristóbal, buscando la esquina del atentado y el accidente. Por qué, pensaba, un tiro en la goma y no un tiro en la cabeza. Se requería la misma precisión para cualquiera de ambos blancos. Y el capitán seguía vivo, apenas unos golpes y una especie de amnesia pasajera. A menos, pensaba, que no quisiesen matarlo. Advertirlo. Quizás, pero de todos modos nada de eso entraba en el modus operandi de un sobreviviente de la dictadura. Cosa curiosa, entre los sobrevivientes no había violentos. Esa gente que en la mayoría de los casos había sido arrancada de sus casas sin motivo, o por motivos infantiles, torturada, violada, quebrantada de la peor manera, había perdido la sed de venganza. O acaso, deducía el Popa, esa “sed de venganza” no exista, sea solamente otro invento norteamericano, un justificativo para cagarse en las reglas y la moral. Como siempre.
Como siempre, el Popa se enredó buscando estacionamiento. “Mejor”, dijo, y dejó el Renó en una lateral tranquila y sombreada.
En la esquina todavía había conmoción. Lo que quedaba el kiosco estaba ahí, apilado: libros, revistas, chapas, maderas. Cuidadosamente destrozado, como en una demolición. Una cinta policial cerraba el paso, y un par de vecinas ensuciaban el umbral contiguo con unas velas, flores y estampitas.
El consigna reconoció al Popa, pero por suerte entendió la seña de silencio y se hizo el sota. Chávez se arrimó a las beatas, con aire de jubilado de caminata.
– ¿Un accidente?
Una de las señoras mayores le contó con lujo de detalles la embestida de la camioneta, en pleno día, sin niebla ni lluvia, lejos de los semáforos, casi sin tránsito. “Manejan como locos”, acotó. No habló de la bala en la cubierta.
– ¿Qué destino, no? Pobre Marita… Justo ahora…
– ¿Quién era? – el Popa fingía no saber nada.
– María Bruno. La dueña. La mató la camioneta. Así como destrozó todo el kiosco, también le tocó a Marita, que tomaba mate tranquilamente. El mate fue a parar a la esquina. Lo juntaron los vecinos. Capaz que lo pongan en un museo…
– Ah… ¿y ella era la dueña del kiosco?
– Del kiosco, por ahora. Estaba a punto de ser dueña de toda la cuadra, vea. Está de Dios…
– ¡A la flauta! ¿Cómo de la cuadra?
– Como lo oye. El dueño de todo esto era pariente del marido, y no tenía descendencia, así que le dejó todo a don Enrique, que fue el marido de María, para que el traspaso se hiciera efectivo después de su muerte. Pero parece que algunos avenegras impidieron la ejecución del testamento, a la muerte del dueño. Hubo montones de juicios, vea. Pobre don Enrique, murió antes que saliese la resolución a su favor, y el legado quedó para la esposa. Y mire lo que le pasa…
– ¿Perdieron los avenegras? ¿Con sentencia firme?
– Firme. Salió hace quince días. Estaban haciendo todos los papeles.
– Cierto: ¡qué destino!
– No es el destino – la otra había estado oyendo en silencio. – Es brujería. Es un daño. Hay mucha gente mala en el barrio, y a María le hicieron un daño. La destrozaron toda. Por eso no podía tener hijos…
– ¿Y quién se queda ahora con la cuadra?
– ¡Esa manga de buitres, seguro! ¡Si María no tenía descendencia! Hasta con el kiosco se van a quedar, seguro lo venden a una empresa multinacional o un multimedios, qué se yo.
– ¡Oiga, ¿usted no será de Clarín, no?! – la de la brujería era más desconfiada.
– ¿Con esta cara, doña? No, pregunté de chusma, nomás. Buenos días…
El Popa se alejó despacio, pasando junto al consigna, que apenas podía aguantar.
– Como te rías te mando al calabozo. Continuar. – le dijo por lo bajo Chávez.
Durante toda la charla con las viejas (perdón, las señoras de edad avanzada) había relojeado los edificios vecinos y calculado de dónde podía haber venido la bala. Cuando se agachó en el borde de la vereda, a “atarse los cordones”, poniéndose a la altura de la goma de la Hilux, supo exactamente de dónde. No había otra ventana que diera tan exactamente a ese lugar.
La ventana de la torre de la Iglesia de la Santa Cruz.
El Popa consiguió la orden de allanamiento con bastantes dificultades, pero al fin se la dieron. En el depto de María Bruno, amplio, de planta baja (el marido había sido portero, y estaba a dos pasos del kiosco) el Popa encontró a las dos señoras mayores. Estaban barriendo meticulosamente, y tenían dos bolsas de consorcio llenas. Chávez golpeó con los nudillos en la puerta abierta.
– Perdón.
– La señora de la brujería no pareció asombrada.
– ¿Cómo le va? ¿Necesita algo… o su caminata incluye este edificio?
El Popa le mostró la chapa y la orden de allanamiento. La mujer bufó, y la otra asomó la cabeza, con un jarrón en una mano enguantada y una franela en la otra.
– ¿Quién es, Carmen?
– Policía, Mercedes. Y un policía conocido, que nos tomó por zonzas…
– Disculpen. Era una investigación. A propósito, ¿qué hacen ustedes en este lugar?
– ¡Qué le imp…! – empezó la tal Mercedes, pero Carmen la codeó:
– Es policía, Mercedes. Me mostró la credencial.
– Somos las mejores amigas de la finada, señor policía – aflojó con pocas ganas la Mercedes. – Veníamos s visitarla siempre, y ella nos dio una llave del departamento por si le pasaba algo.
– ¿Y qué podía pasarle? No, déjeme eso. – El Popa señaló las bolsas de basura que Carmen estaba recogiendo.
– ¡¿La basura?! – Chávez asintió lentamente con la cabeza.
– Podía enfermarse. Podía desmayarse. Podrían entrar ladrones y dejarla amarrada. ¿Quién sabe? Solamente a una amiga de fierro se le da la llave de su casa, ¿no? Eso somos nosotros.
– Vámonos, Mecha. No nos necesita.
– Se equivoca, Carmen –, dijo el Popa. – Las voy a necesitar de testigos. Por favor…
El Popa halló, finalmente, y luego de casi medio día de revolver mugre, las notificaciones de los abogados sobre el asunto de la propiedad. La mitad de los papeles los sacó de las bolsas de basura, junto con antiguos Vea y Lea en cuyo interior estaban disimulados los oficios. Les dijo a las señoras de edad avanzada que volvieran a limpiar todo cuidadosamente, y que no dejaran ninguna de las puteadas que le iban a echar fuera de las bolsas de consorcio. Las mujeres no entendieron, pero cuando empezaron a putear por el desparramo d porquería más o menos cayeron en la cuenta.
El Popa llamó con gusto a Estelita, con el celular:
– Estelita, mi amor, ¿seguís en el área legales o ya te transfirieron a Inspectoría de Gallinas, como a Borges?
– Vos y ese Borges se pueden ir a…
– Escuchame, prendé el grabador y me buscás los datos de toda la papelería que te voy a dictar. Y sin comentarios, porque, amorcito, es una orden.
Mientras pensaba en Estela subida a las estanterías de los juzgados con esa pollerita poco policial, caminó hacia la Iglesia de la Santa Cruz.
“¿De dónde me suena?”, pensaba.
– ¿Usted se interesó después de ver la película? –preguntó el diácono que acompañaba al Popa por los jardines de la Parroquia, tremendo oasis tan cerca del centro vital de la ciudad.
– ¿Qué película? – el diácono no pudo ocultar su disgusto.
– “La Santa Cruz, Refugio de Resistencia”. Lo filmaron en 2009, y tuvo mucha repercusión.
– Ah, no, no sabía. Es que los policías somos gente muy ocupada, ¿vio?
– Pero al menos sabrá lo que pasó aquí en la última dictadura.
– Ah… no.
– Aquí prácticamente nació el movimiento de Madres de Plaza de Mayo. Azucena Villaflor, que fue su fundadora, y otras madres se reunían aquí para planificar acciones tratando de encontrar a sus hijos desaparecidos. Un muchacho rubio al que llamaban “El Ángel” se unió a ellas, porque decía que tenía un hermano desaparecido…
– Ah, sí – finalmente había obligado al Popa a dejar de pensar en la Hilux volcada y recordar dónde estaba. – El hijo de puta de Astiz.
– Bueno – el diácono se puso colorado – no lo calificamos n esos términos. Pero sí, ara Alfredo Astiz, que las entregó a los represores, y ellas nunca más aparecieron. A ellas y a dos monjas francesas…
– Padre…
– Perdón, dígame Juan. Sólo soy diácono.
– Decime, Juan, ¿quién tiene acceso a la torre del templo?
– Nadie. –La pregunta sorprendió al diácono Juan, que se paró en seco, escandalizado.
– Ajá. Nadie limpia, por ejemplo.
– Bueno, tenemos un ayudante, que una vez al mes…
El ayudante resultó tener un primo que lo suplantaba cuando viajaba al sur, a ver a su hijo. Ayudante que resultó trabucándose en las palabras hasta que todo se hizo claro como el agua. Como el agua turbia.
– Bueno, sí, – dijo el pibe. – Pero no es ningún delito. Yo sé de leyes… (Popa se abrió el saco como al azar, y se vio la culata del .45, así que el otro bajó el gallito) Sí, un loco, un turista loco, que quería sacar fotos de allá arriba, pero la iglesia no iba a dejarlo, nunca, así que me tiró unos mangos y se hizo cargo de la limpieza esta semana, que tocaba. Pero era buen tipo. Hablaba mal, con acento extranjero. Dijo que era un turista. Me dio unos mangos. ¿Vamos y vamos?
El intento de coima terminó de sacarlo, y tuvo que hacer esfuerzos para no mandarlo en cana. El que iba a quedarse sin trabajo era el ayudante de la iglesia, un viejito, según había dicho el diácono. Así que lo dejó.
Habría que seguirle el rastro a la bala, cuando Balística tuviese el informe. Pero si el francotirador era realmente un importado lo más probable es que resultase un sicario especializado. Podía seguirse esa pista. Pero iba a tardar.
Estelita tardó menos. Detrás de todo el negocio de la manzana frente a la Santa Cruz estaba una “Organización Partagás”
– Me suena –, dijo Estelita, mientras se ponía el corpiño.
– Partagás era una compañía trucha creada por Massera para algunos negocios turbios y algunas operaciones inmobiliarias. No creí que todavía existiera algo así. – Al Popa le gustaba verla vestirse, cansada, sudada, luego de una de esas sesiones memorables. Ella siempre sospechaba que los informes que le pedía de vez en cuando eran falsos, porque siempre rendía cuentas en el mismo lugar: la cama del Popa Chávez.
– ¡Qué culo que tenés, Chávez! ¡Se te dan todas!
– ¡Y por eso me llaman “Popa”, boluda! – Popa tuvo ganas de decirse “vos también te me das”, pero no quiso invalidar un futuro encuentro.
La Sección Delitos Económicos hizo su trabajo, y cayeron varios abogados, contadores… y represores. Algunos represores estaban escondidos. Otros operaban desde la cárcel. Y alguno que otro iba zafando. Como el capitán Puglessi.
Puglessi tenía una buena parte de las acciones del “Grupo Partagás” (que tenía otro nombre, más acorde: “International Real Estate Inc.” O algo así, pero “Partagás” figuraba en todos los papeles.
Había sido una trágica jugarreta del destino, había dicho el comisario en un arranque poético: Salvó la vida de un atentado pero se llevó puesta a la señora María Bruno, y por ahí lo agarraron.
El Popa recibió una felicitación, aunque nunca se pudo saber quién le disparó a las gomas. La deducción de la Fiscalía fue que se trataba de una víctima sobreviviente exiliada, posiblemente un alto cuadro guerrillero, y que por eso su rastro sería casi imposible de seguir. Además, ¿de qué lo iba a acusar? ¿De tirarle a las gomas?
Así que Puglessi terminó preso, al fin. Quizás, mientras tanto, alguien se animara a acusarlo por su actuación en la dictadura.
Pocos días después, El Popa recibió un informe del laboratorio. Un informe raro. En la sangre del capitán había una fuerte dosis de Rohipnol: el golpe en la frente no fue suficiente para desmayarlo.
El Popa lo estuvo dando vueltas en la mano y lo archivó. Tenía otras cosas urgentes.
Acompañar el cortejo de María Bruno, por ejemplo. Las señoras de edad avanzada se habían hecho amigas, finalmente, cuando supieron que la cuadra frente al Santa Cruz no iba a cambiar de dueños. Ahora llevaba una manija, la penúltima de la derecha. En la última iba Carmen.
– Pobre María… Irse justo ahora…
– Ya me lo contó, Carmen. Casi fue dueña de toda la cuadra.
– No, no es eso. Eso es lo de menos. Usted no sabe, Popa… Usted no sabe las cosas horribles que pasó la pobre María en esas cárceles clandestinas. Hace pocos meses encontró a su torturador, y estaba por presentarse al juzgado para acusarlo. Pobre María…


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