1CxD02-075 4 de julio de 2014
Subversivos
© Jorge Claudio Morhain
- ¿Algún problema, don? – El capitán se asomaba por la borda
y conversaba con el hombre de la barquita, en medio del río. La lancha colectiva
se balanceaba rítmicamente, y los golpes del agua le hacían pensar a Cora en alguien
que pugnaba por subir.
- Me quedé sin nafta, capitán. Y no tengo remos.
- No es nada. Estamos acostumbrados. Ya le alcanzo un bidón.
Si tiene para pagarlo bien, si no…
- No, le pago, gracias. – Cora siempre se admiraba de la
solidaridad de las islas, donde los pobladores tenían una categoría algo
superior a la de vecinos. No se movió del asiento, mientras se producía todo
aquel manejo. Como desde antes, le parecía que no podría dar un paso sin caer
desmayada. Todo aquel viaje, recorrer Buenos Aires, hasta el ferrocarril. Horas
esperando el tren. Horas viajando hasta
el puerto del Tigre. Horas esperando la barcaza de pasajeros. Cuando
volvió arrancar, con un suave tironeo,
suspiró con alivio. Quizás llegara a tiempo.
- Disculpen la demora. No se deja a una lancha que pide ayuda – dijo el capitán, y algunos
pasajeros asintieron en señal de comprensión.
- Lo conozco –dijo uno. - Raro que se haya quedado sin
combustible.
Nadie le contestó.
- Pero más raro que se haya largado. Nunca salía de la isla.
No hablaba con nadie. Muy solo… Muy… Qué va a hacer…
Como nadie le contestaba ni con un cabeceo, terminó por
callarse, no sin antes murmurar:
- A veces mejor solos…
La lancha de la prefectura pasó tocando bocina, a toda
velocidad, produciendo bandazos en la colectiva. El capitán y los tripulantes
saludaron respetuosamente.
- Menos mal, andan apurados hoy -, dijo el capitán.
- Sí, cuando no tienen apuro joden la pava. Como los otros
días…
- ¿Los pararon, no? – el pasajero aprovechó para seguir
hablando.
- Sí. Revisaron a todos los pasajeros. Desparramaron sus
cosas por el piso. Si por lo menos fueran respetuosos.
- Buscan subversivos -, dijo alguien. Y una cortina ominosa
cubrió la lancha. Algunos miraron de reojo a los otros pasajeros, y se
arrebujaron un poco más.
Subversivos.
Dora tenía hambre. Tenía frío. Debajo del enorme tapado sólo
llevaba harapos. Se había sentado apartada del resto, porque sabía que olía muy
mal. A excremento y orines. A sangre y miedo.
El hombre que hablaba se bajó en el almacén isleño. El
repartidor, seguro, por eso conocía a todos.
Cora pidió que la arrimaran al muelle casi inexistente, y se
bajó, aferrándose a los parantes de la desvencijada plataforma.
- Llegué. Dios mío, llegué.
Apenas pisó tierra firme, cayó de rodillas, llorando. Sólo
ella sabía la odisea que había vivido. Escaparse de aquella cueva, de aquel
infierno, fue algo increíble. El descuido que le permitió salir a la calle,
manchada, temblorosa, algo providencial. Y cómo pudo robar aquel sobretodo, de
una tienda, sin que la detuvieran, cómo pudo hacerse de unos pesos de la Caja,
cómo tuvo el valor de tomar un colectivo, todo el viaje. Cómo llegó al refugio.
Y ahora, al fin, encontraría a Juan. Ahora, al fin, le contaría su captura, su
tortura, las cosas que había dicho en aquel infierno. Y huirían juntos, cuanto
antes. Porque entre las cosas que había dicho estaba este lugar, este refugio.
Se puso de pie, tambaleante. Caminó entre los yuyos, la
maleza que hacía aparecer el lugar totalmente abandonado. Hasta el rancho.
Y vio el pañuelo, atado a la rama baja del sauce, pequeño, imperceptible,
si uno no sabía dónde mirar.
Contuvo el impulso de correr, los últimos metros. Una
sensación de angustia, de terror, de desolación, de desamparo.
Juan se había ido. Ese pañuelo era la señal convenida. ¿Se
habría ido… lo habían llevado…?
Dio media vuelta, tratando de mantener el equilibrio. La
lancha de la Prefectura, tan rápido. Aquel bote que se quedó sin nafta… Tal
vez. Tal vez…
Le dieron el alto cuando casi se perdía en los pajonales.
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