1CxD02-085 13 de julio de 2014
Neoprene
© Jorge Claudio Morhain
El viento arrastraba demasiada arena, papel de lija en las
pupilas, serruchos en la piel, dunas en los cabellos. Sin embargo, ella
permanecía firme, mirando el mar, dejando que la mezcla de lágrimas y arena le
empastasen las mejillas, que el revuelo en el viento envejeciese sus cabellos
rubios, que la sequedad se adueñase de sus labios e hiciese sangrar sus surcos.
Tenía que volver. Tenía que aparecer de pronto, detrás de una de esas olas cada
vez más grandes debía brotar la pequeña vela dorada, la frágil figura de
neoprene naranja, la mano alzada en reconocimiento. O, al menos, la lancha de
prefectura que había salido en su búsqueda. Le pareció ver un brillo. A pesar
del dolor, se secó los ojos con el dorso de la mano, sintiendo las agujas de
arena que rayaban sus globos oculares. Sí, allá venía la lancha, a toda
velocidad, como si con el impulso quisiera llegar hasta los hoteles. A toda la
velocidad llegó a la playa, y embicó. Saltaron los hombre de chaleco rojo, y,
mientas corría, vio bajar la vela dorada, la tabla… y el traje de neoprene,
desarticulado, sin coordinación, muerto. Corrió, gritó, cayó, hasta que llegó a
la lancha. Un gendarme quiso detenerla, ayudarla, consolarla, vaya a saber qué,
pero ella lo apartó de un manotazo y se arrojó sobre ese neoprene naranja…
vacío. ¡Vacío! ¿Qué habían hecho con el cuerpo? ¿Lo habían metido en una bolsa
de plástico? ¿Lo habían arrojado al mar? Gritó. Gritó. Gritó, mientras la mano
helada la tomaba por el hombro, la sacudía, mientras una voz apenas posible susurraba
“mamá…”
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