1CxD02-088 16 de julio de 2014
Carne de diván
© Jorge Claudio Morhain
- La realidad desaparece, doctor.
Esperaba que el psicoanalista pegase un respingo, se
alterase, se moviese inquieto, carraspeara. Pero no. Se volvió a medias, en el
diván, para ver si el hombre todavía estaba allí. Estaba, y sonrió levemente.
- Siga, siga -, dijo.
El paciente suspiró profundamente. ¿Cómo podía seguir? La falta
de respuesta lo había dejado pasmado. Siempre que decía esa frase la gente lo
miraba raro, se alejaba, cambiaba de conversación o le recomendaba un
psicoanalista. Así fue como llegó aquí.
- ¿Me pasa solamente a mí, verdad?
- No sé. ¿A usted qué le parece?
“No le pago para que me haga preguntas sino para que me las
conteste”, quiso decir, pero no lo dijo.
- Nadie me lo ha dicho. Nadie lo considera un problema.
-¿Usted sí?
- ¡Claro! ¡Nunca sé si el lugar donde acabo de dejar a mis
amigos, a mi esposa, a mis hijos, sigue estando allí, o ha desparecido!
- ¿Y sigue estando?
- ¿Cómo puedo saberlo? No estoy allí para verlo.
- Comprendo. El mundo que usted NO VE desaparece para usted.
- No “para mí”. Desaparece, a secas. Desaparece totalmente.
- ¿Lo ha visto desaparecer?
- ¡Y dale! No, doctor. Desaparece en cuanto me voy, en
cuanto me alejo, en cuanto dejo de observarlo.
- Ajá. ¿Y cuando regresa?
- Obviamente, la realidad vuelve a aparecer.
- En el mismo punto donde la dejó.
- No, en el mismo punto no, en el punto en que debería estar
si hubiese seguido existiendo mientras yo no miraba.
- Hay una pequeña confusión en esto. Fíjese: Todo parece
como si todo siguiese existiendo aunque usted no esté, pero usted supone que
una vez que usted no está todo desaparece.
- Exactamente.
- ¿Y tiene pruebas?
- Sí.
- Ah, tiene pruebas…
“Sí, tengo pruebas, idiota, si no, no vendría a perder el
tiempo aquí”, quiso decir pero no lo dijo. Y “no te voy a decir qué pruebas
tengo, a menos que me lo pidas”.
Silencio.
Silencio.
- ¿Doctor?
- ¿Sí?
- ¿Estuvo ahí… todo el tiempo en que estuve en silencio, sin
mirarlo, o había desaparecido y ahora regresó?
- Todo es posible. ¿A usted qué le parece?
- Está bien. Se lo diré entonces. Sé que desaparece, porque
muchas veces faltan cosas de la escena original, o están mal. Por ejemplo,
llueve, miro por la ventana, está pasando una chica con paraguas verde. Me
inclino, bebo mi café, vuelvo a mirar por la ventana y la chica termina de
pasar, pero su paraguas ahora es rojo.
- Ajá.
- Dejo mis llaves en la patena de bronce, en el mueble
adosado junto a la puerta, y cuando vuelvo a buscarlas no las encuentro, y
están en el bolsillo de mi saco.
- ¿No las habrá movido alguien?
- ¡Eso pasa cuando estoy solo, doctor! ¡Cuando no hay nadie!
- Comprendo. Quizás ese día se olvidó de dejarlas en la
patena.
No contestó. ¿Para qué? Lo que le pasaba a todo el mundo, lo
que lo tenía angustiado, acababa de suceder: el psicoanalista tampoco le creía.
- Bueno -, dijo el psicoanalista. Seguimos el viernes. Es la
hora.
- ¿Y yo qué hago mientras tanto, doctor?
- Tranquilo, hombre. Piense que, por lo menos, cuando usted
regresa su mundo reaparece. Haga de cuenta que siempre siguió estando allí.
“¡Doctores! ¡Matasanos!”, pensaba el hombre, mientras salía
furioso del edificio del psicoanalista, rumbo a la calle, rumbo a su casa. A
medida que se alejaba del lugar, las cosas se iban borrando, como si alguien
pasara una goma blanda por un trazo a lápiz.
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