1CxD02-105 19 de agosto de 2014
El agujero
© Jorge Claudio Morhain
Apartó las malezas (¡Cómo crecen estos yuyos! ¡La familia Liddell
hace bastante poco para mantener sus tierras…!), nervioso, temblándole el
bigote, que parecía un radar por la forma de temblar y de orientarse. ¿O no
eran las tierras de los Liddell? Por lo menos, era un bosque ralo, un pastizal,
y por ahí se suponía que debía correr, agitado, nervioso, temblándole el bigote
como…
Lo que pasa es que la aventura de la pequeña Liddell se
había hecho famosa de la noche a la mañana, y uno se encontraba de pronto con
paisajes insólitos, únicos, increíbles… o el familiar parque de los Liddell,
con el hueco en el árbol. Dependía de quién dirigiese la obra, así como un buen
Shakespeare no es lo mismo de la mano de un director chapucero que de…
(¡Ah! ¡El agujero! ¡Todo está bien, entonces!)
El Conejo Blanco pasó como una exhalación frente a la
pequeña campesina y se sumergió en el hueco. Hacía poco más de cincuenta años
que el Conejo Blanco hacía lo mismo: servir de señuelo a la pequeña Liddell.
Pero la pequeña campesina francesa no era Liddell, aunque sí
la dueña de la historia, ese año.
Ella vio al Conejo Blanco pasar como una exhalación y
meterse de cabeza en la tierra. Pero eso decía el libro. Pero ella lo había
visto. Pero había un hueco en la tierra. Pero mejor no.
Sus padres la habían alertado sobre huecos en la tierra, y
su relación con esos sordos truenos acompasados que se escuchaban día a día.
Pero acababa de conseguir el libro, en un duro trueque a la salida del mercado,
y había visto al Conejo Blanco: no iba a perderse la oportunidad.
Se acercó al agujero, y comprobó que no era natural: tenía
unos escalones tallados en la tierra.
Se decidió, y bajó las escaleras, en su bosque de las Ardenas,
para avanzar por el oscuro túnel de tierra, para llegar a la luz y a las
apagadas voces. Para encontrarse con soldados sudorosos, cansados, sucios, cavando
túneles para llegar al lado enemigo.
– ¿No pasó por aquí un conejo blanco? – Dijo.
La miraron tantos ojos, tantos rostros sucios y sudados se
volvieron hacia ella, tantas gargantas carraspearon, tantas palas cayeron de
asombro que la pequeña francesita huyó del túnel, huyó del libro.
Huyó de la guerra.
Sólo que nadie puede huir de la guerra…
Ni siquiera el Conejo Blanco.
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