1CxD02-112 17 de agosto de 2014
La niña
© Jorge Claudio Morhain
El relincho de su moro fue lo primero que lo alertó. Como si
no hubiera estado profundamente dormido –que lo estaba– se irguió despacio,
tratando de hacer el menor bulto posible, a la vez que aferraba el facón, que
dormía listo bajo el recado que usaba a modo de almohada. El moro estaba
maneado, y si rondaba un león tendría pocas chances de defenderse solo. Antes
de terminar de levantarse, la figura de
la niña entró por el borde de su vista. Se congeló, parpadeando.
La niña –porque evidentemente era una joven, una muchacha de
largos cabellos sueltos –Estaba sentada del otro lado del rescoldo, sobre el
cráneo que había usado él mismo anoche, mientras churrasqueaba.
– Dios libre y guarde…– se dijo por lo bajo mientras hacía
la señal de la cruz. Después se paró, facón en mano, oteando los alrededores,
ausente de la presencia de la niña.
La luna creaba un paisaje frío y lejano, pero brillante y lleno.
No, no había nada. Ahí estaba el moro, inquieto –no era para menos –, y nada
más. Había acampado en la lomada, para tener una visión clara ante cualquier
peligro. Como este.
Ahora miró a la niña. Ella le sonrió.
– Buenas noches –dijo.
– Buenas noches, niña.
– Discúlpeme por cortarle el sueño. –El hombre permanecía
alerta, abiertas las piernas, echado a la espalda el poncho, el facón
preparado.
– Siéntese, por favor. No hay peligro.
– ¿Con quién ha venido, niña? ¿Hay otra gente por áhi?
– No. He venido sola. Y repito: no hay peligro. Ningún
peligro, se lo aseguro.
Domingo se quedó mirando los ojos claros de la chica,
inmóvil, sentada en la osamenta de vaca.
– No soy una aparición. No soy la Telesita, ni la luz mala.
Disculpe. No voy a hacerle daño…
Domingo guardó el puñal.
– No veo cómo podría hacerme daño –, dijo.
– Estoy estudiando su época, y acá se dieron las condiciones
ideales para un transporte temporal: el vacío de casi todo es considerable.
Sólo alteramos un poco la atmósfera y el magnetismo, pero no afectará en nada
el futuro.
– ¿Será que sigo durmiendo, y sueño con usted, niña?
– No.
– ¿No?
– Vengo en representación de un enorme colectivo que está
estudiando su época. Como le dije, se dieron las condiciones ideales para mi
transporte por el tiempo y aquí estoy. No se imagina el enorme privilegio que
ha significado para mí. No es fácil organizar estos contactos transtemporales.
– Ah…
– Usted está huyendo.
– ¿Huyendo?
– Tiene algunas muertes en su espalda, y la partida lo
persigue. –Él se puso tenso.
– ¡¿Ánde están los otros?! ¿Por qué han mandado una mujer
por delante?
– Siéntese. No hay otros. No todavía. Arreglamos el viaje
para que fuese antes. Esta es una noche clara, ¿ve? Desconfíe cuando cambie la
luna. Desconfíe de las noches oscuras. Y deje ese facón. Ni siquiera podría
herirme.
Los nudillos del hombre se pusieron blancos en la empuñadura.
– ¿Sabe? Costó mucho encontrarlo. Para la mayoría, usted es
un personaje literario, inexistente. Y en cierta manera es así. Su historia se
ha hecho famosa, en base a una interpretación literaria de su verdadera
historia. Esta.
– No le entiendo nada, niña. Usted habla en difícil. Y habla
mucho, vea. No está bien que las mujeres hablen mucho.
Ella sonrió.
– No soy una mujer común, no crea. Y no soy una mujer de su
tiempo, Martín.
El hombre se puso de pie, de un salto, estirada la derecha,
aferrando el poncho con la izquierda, todo facón y amenaza.
– ¡Áhura es cuándo! ¡Usté sabe quién soy! ¡Usté trabaja pa
la milicada! ¡Y por más mujer que sea, me tendá que decir qué mierda son estas
intrigas, cómo ha llegado acá y ánde están los otros!
Ella se puso de pie, y avanzó un paso hacia el gaucho.
– No se imagina el placer inmenso que ha sido conocerlo,
Martín. No se imagina…
El hombre se abalanzó hacia la muchacha, y ella ya no
estaba. Rasgó el aire a golpes de facón, y ella ya no estaba.
Sudando, miró la luna y a su moro, que pateaba nervioso.
– Gracias, moro –dijo. –Vos sabés que fue cierto…
Ya no podría dormir. Juntó sus cosas, desmaneó su pingo, y
se fue para el horizonte.
Unas pocas noches más tarde, sería sorprendido por la
partida, y Martín Juárez, el fugitivo, ganaría los toldos, hombro con hombro
con un desertor.
Martín Juárez, que, alguna vez, en alguna matera de estancia,
para el lado de Ayacucho, contaría su historia, floreándola y adornándola.
Sin mencionar a la niña, es claro.
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