1CxD02-124 (31 de
agosto de 2014)
La humedad y el bar
© Jorge Claudio Morhain
Sí, había humedad en el bar. No es que las paredes tuviesen
marcas, o que la pintura se destiñese, sino un cierto olor picante que llegaba
de a ratos, como de agua cercana o de biblioteca cerrada: creo que provenía del
sótano.
Claro, esa incierta humead le daba un toque de romanticismo
y lo asociaba al célebre tango de Cacho Castaña, “Café La Humedad”, y le impartía
una monserga intelectual acaso inexistente.
Era ideal para levantar minas estudiosas, de anteojos y mochila.
Como Flor.
A pesar de que mi intención expresa al usar las mesas
ligeramente pringosas del “Colón” para escribir o intentar escribir mis cuentos
era levantarme una intelectual, nunca creí realmente que la posibilidad se
diese. Y cuando Florencia llegó con su amigo del alma, Benedetto, no le di más
importancia que la radiografía inicial y la catalogación en mi inventario como “muy
bella”. “Piú bella”. Hablaba en italiano con el otro, y ambos tenían mochila.
Una hora más o menos más tarde, Benedetto se fue, luego de besarla levemente en
la boca con un “Chiao, cara. Il mio cuore t’amerá per sempre”
Ella respondió, muy bajo. “Chiao, Benedetto… Arrivederci…”
Después se quedó mirando el vidrio, con la mano en su vaso
de vino, inmóvil.
Y una lágrima corrió por su rostro, suelta, libre, sin
contención alguna.
(Se le fue el novio), pensé. (Pobre mina)
Se ve que mis ojos se habían quedado pegados a aquella
lágrima, porque de pronto ella desvió la vista y me miró directamente. Y
sonrió. Apenas, pero lo suficiente. Musité un silencioso “perdón”, pero ella
agitó la mano de arriba abajo: “olvídate”. Después apuntó al asiento de
enfrente.
Así que me mudé con Flor. Literalmente. Desde ese día, esa
larguísima charla en el café Colón, con olor a humedad, desde esa interminable
noche de besos, llanto, sexo y vino. Desde la mañana siguiente, cuando no quiso
dejarme ir, cuando me dijo que su departamento de San Telmo era lo
suficientemente amplio para que yo escribiera tranquilo y que, encima, la tenía
a ella, combo imperdible.
Cierto, su depto era casi un loft, y el mío un monoambiente
de mierda. Así que le eché llave y me fui con Flor.
Un mes. Un mes duró mi romance con Flor. Ella era, decía,
hija de un megamillonario demasiado importante para dar su nombre, y eso
justificaba que yo abandonase mi empleo como pinche en una radio, que
viviésemos como reyes y que siempre hubiese cosas nuevas y hermosas que
llenaban el loft. Incluidas las cajas que se amontaban en un rincón para ser
abiertas “más adelante”.
Al mes, me fui.
Llamé al 911, convencido. Había conocido lo bastante a Flor
y a sus relaciones como para hacerlo: las cajas contenían droga. Todo el loft y
la misma Flor eran una tapadera. No sé dónde entraba yo. Pero hui. Y llamé al
911.
El operativo salió en los diarios. Y también las
desmentidas, las sanciones por exceso de autoridad y el pedido de informes por
la falsa denuncia.
Florencia era hija de un megamillonario de la industria
textil, y en las cajas había ropa que pensaba enviar a centros de caridad.
Yo había logrado ocultar mi identidad. Así que un día pude
volver al Bar Colón, a palpar su humedad, y a tratar de levantarme minitas
intelectuales.
Sí, claro. Flor llegó pronto. Calculo que la gente del bar
la habrá alertado.
Me sorprendió, porque venía por atrás de mí. Se me apareció
como un fantasma, de pronto, a un lado de mi silla. Hecha una diosa. Se
inclinó, tomó mi mandíbula, y me dio el mejor beso que me han dado en mi vida.
Apartó la cara, y me dio un cachetazo. El cachetazo más violento y cruel que me
hayan dado en mi vida. Con un diente menos, sangrando y lagrimeando le escuché
decir:
– ¡Volvé a tu película, boludo alegre! ¡Decile a Sam que te
toque otra, infeliz! ¡Yo me fui, yo soy la Roa Púrpura del Cairo, pelotudo!
Por primera vez, pedí un wishky.
Y no le di bola a la minita de melena y anteojos que me
estaba haciendo boquitas.
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