1CxD02-123 (30 de
agosto de 2014)
Llorón
© Jorge Claudio Morhain
Al Popa no le gustaban los velorios. Tenía la idea, la
fijación decía él, el capricho decía él, de sentir que el muerto le hablaba, le
decía cosas. Íntimamente, sostenía que el muerto pervivía en alguna asociación
de células y átomos bastante tiempo después de su óbito, para decirlo en
lenguaje oficial. Pero eso sólo para él. Pero no le gustaban los velorios.
El hecho de que estuviera en el velorio de Carmencita Villa
era en parte casualidad y en mayor parte porque toda la investigación la había
llevado a cabo él. Y el fracaso había sido suyo, también, hay que decirlo. “Le
falló el culo”, decían los guasos de sus compañeros por lo bajo, apoyándose en
su apodo, que decía que tenía “culo”, o sea, “suerte" para resolver los
casos.
A Carmencita Villa la secuestraron cuando volvía del colegio,
de la escuela pública. Nada fuera de lo normal. Sólo que era hija de un concejal,
podrido en guita y contactos, que movilizó a toda la Científica y hasta a la Secreta
(y sí, mi amigo, hay una Secreta que, claro, no tiene ese nombre). Allanaron
las villas de siempre, recorrieron las obras en construcción de siempre, y
analizaron cuidadosamente el trayecto de la piba por las cámaras de seguridad.
Justo en las cuadras donde no había cámaras, se perdía su rastro. Y era una
calle concurrida, con autos que pasaban, se detenían, giraban, cometían
infracciones; motos de gente con casco, de gente sin casco, de a dos, de a
tres, de a ocho (una familia pasó ante las cámaras); combis, camionetas,
camiones de reparto. Un quilombo, bah. El Popa investigó todo lo que pudo,
sedujo a algunos compañeros de la piba para que informaran lo que sabían, se
plantó horas y horas en la casilla del guardabarreras que dominaba la zona
muerta, tanto para ver qué pasaba. Y no pasaba nada. Por cuerda separada, la
Secreta investigaba a toda la familia del concejal, sus contactos, amigos,
enemigos, novios y filitos de Carmencita.
Hasta que apareció, como de cajón, en el CEAMSE, dentro de
una bolsa de consorcios. Violada, muerta, mutilada.
Cambió el rumbo de toda la investigación, entraron los
forenses, los laboratoristas, los buscadores de huellas alrededor del CEAMSE y
de los camiones y los containers y los cartoneros y cirujas.
Nada.
Hubo que entregar el cuerpo y, casi conminado por el padre
de Carmencita, se fue al velorio.
A veces el Popa se engañaba diciendo que no iba a los
velorios por el grado de caretismo que rodeaba toda la farsa, y acaso buena
parte de su aversión fuese esa. Pero, bueno, tuvo que ir.
Se sentó a un lado del cadáver –del catafalco, un decir,
quedaba mal hablar de “cadáver”–. La muerta estaba hermosa. Los maquilladores
habían hecho un trabajo magistral, devolviendo casi,, casi a la vida a aquella
jovencita muerta en la flor de la edad y la belleza. Quién no se iba a
emocionar ante ese cuadro. Para peor, el Popa la había visto cuando la sacaron
de la bolsa de residuos, había estado en la morgue, y con el forense. Y ahora
todo eso se había borrado. Carmencita Villa estaba allí, viva, feliz, durmiendo
entre el insoportable olor a jazmines y estearina (porque como era de lujo, en
el velorio había velas verdaderas, y no lamparitas con forma de llamas)
Pasaban los deudos y lloraban, lloraban. Unos más fuerte,
otros más contenidos, alguno sólo se tragaba los mocos. Fue cuando el Popa
sintió algo, como un llamado, como un pedido de la muchacha a la que no había
conocido. Otra vez. Se puso de pie, lentamente, dispuesto a abrirse paso entre
tanta negrura y subirse a su R9 para siempre. Pero un grupo denso se lo
impedía. Mujeres, beatas rezando, un muchacho que lloraba, lloraba, lloraba
desconsoladamente. Cómo será que el Popa, casi inconscientemente, le puso una
mano en el hombro y le dijo no se acuerda qué, eso que se dice siempre: “parece
un ángel”, o “qué desgracia, señor”, o “M-ms-sentd-pésame…” El muchacho se
sobresaltó ante el contacto, y la chica gritó, dentro de Popa, estremeciéndolo al
punto de soltar unas lágrimas. El muchacho, joven, de pelo rapado, muy formal,
apoyó la cabeza en su hombro y desparramó su congoja como quien pierde a su
hija o a su hermana (que es lo que el Popa supuso, su hermana)
La opresión que le producía aquella sensación de contacto
con el finado pudo más, y le dio cuatro palmadas al muchacho, saliendo medio
ciego entre los deudos, interesados y curiosos, hasta el aire. El concejal
Villa lo abrazó, en la puerta, al verlo bañado en lágrimas. “Tranquilo, Chávez.
Ya va a caer, ese hijo de puta”, le dijo por lo bajo.
Eso lo despertó al fin, al comisario “Popa” Chávez, eso lo
volvió a la realidad. No conoció a la piba. Sólo de muerta. Y estaba a cargo de
la investigación. O seas, debiera estar investigando por si el asesino volvía a
ver su trabajo, y no llorando como un boludo. U oyendo mensajes de los
cadáveres.
En fin.
La investigación siguió, aproximándose peligrosamente al
archivo, cuando apareció Paola Gutiérrez, la hija de cartonero Gutiérrez, que
había desaparecido de un asentamiento en Lugano.
“Es un ajuste de cuentas, Popa. No te calentés mucho”, dijo
Battaglia de la Científica.
Al Popa le dio en las pelotas, porque todavía tenía una
espina atravesada en la garganta: la inexplicable congoja ante el cadáver de
Carmencita Villa. Y este caso, a pesar de que la piba de 13 años fue violada,
le faltaban las orejas y los pezones. Igual que Carmencita (o sea “el mismo modus operandi”), pero como era una
muchacha de la villa era descartable, y no había que calentarse mucho. Sí, el
Popa sabía que era así, y que seguiría siendo así. La hija del concejal podría
haber llegado a empresaria, o a abogada, o a empresaria; la Paola posiblemente
fuera siempre eso, “La Paola”, y nada más.
A pesar de Battaglia, Chávez se calentó igual que con
Carmencita. Pero, claro: Paola, de 13 años, no era virgen, la había violado
primero su padre y luego su padrastro, y luego varios muchachos de la escuela,
a cambio de ayuda en los exámenes o algún mango. Seguramente por eso en el
cadáver no había signos de violencia, de resistencia, como en el otro. Las
mutilaciones fueron después de muerta. Muerta igual, sí: por asfixia por ahogo
(una almohada contra la cara) Como en el otro, la relación había sido con
preservativo, así que no había semen que tuviera el ADN. Claro que, así como de
debajo de las uñas de Carmencita sacaron evidencia, en este caso el ADN provino
de sangre de los pezones mutilados. Sangre ajena: el boludo se había cortado al
mutilarla. Y, sí, el pequeño triunfo del Popa no se hizo esperar: el asesino
era el mismo. Hombre. Eso era todo.
No, el Popa no se iba a bancar otro velorio. Pero estacionó
el Renó a la vista del velatorio de barrio donde la habían llevado. Y
cuidadosamente filmó toda una tarde de vecinos y parientes provincianos que
entraban y salían llorando a mares. Algunos a mares, realmente, inconsolables.
Así, de enfrente, como ajeno al hecho, veía aquello fríamente, como siempre: el
triste espectáculo de la realidad.
Pero en un momento sintió un grito. Un grito bajo, penetrante,
agudo. Se bajó del auto (la cámara filmaba desde la luneta trasera), y vio que
nadie parecía reaccionar al grito. Que todavía sonaba. Un grito de horror. Que
sólo estaba en su cabeza. Que sólo resonaba en el interior del Popa. Y ahora
que se daba cuenta de ello, ni siquiera parecía estar allí, era como un
recuerdo, una pesadilla, la instantánea vívida del abismo al que uno iba a caer
en el momento de despertarse de la pesadilla. Enfrente, lloraban un poco más.
Para dejarle paso a un muchacho de campera, que lloraba con un pañuelo en su
cara, y que se iba, agachado, palmeado por los demás.
“¡La puta madre…!” insultó el Popa por lo bajo: tendría que
arrimarse, nomás al velorio.
Tendría que investigar el grito. Porque él suponía de dónde
había venido a su mente.
Este era otro tipo de velorio. La gente lloraba en serio,
consolaba en serio. No había lugar para la etiqueta ni la corbata. Los hombre
tomaban ginebra, las mujeres mate. Con ginebra. Claro, Popa era muy sapo de
otro pozo.
– Ah, inspector Chávez –, lo reconoció la madre de Paola. El
Popa le hizo señal de mantener el secreto, y ella comprendió. La abrazó.
– Era la mejor de mis hijas, la que más prometía –dijo la señora.
–La mejor de mis siete hijos.
Alguno de ellos se arrimaron, rodeaban a la mujer. El Popa
tuvo tiempo de echar un vistazo al modesto velorio, sólo una cruz y dos falsos
velones con lámparas de bajo consumo arriba. El velatorio era cómodo pero
escueto, seguro la sala más barata. El Popa hizo un esfuerzo para “abrir su
mente”, pero enseguida comprendió que esas eran pavadas, que no había forma de
hacerlo ni de “captar “ nada. Pero el grito había existido.
– Hace un momento… hubo como una conmoción, me pareció… –,
le dijo por lo bajo a la señora.
– Sí… Casi se desmaya uno, tanto llorar. Y, ya ve, cuando
uno se conmueve de tal manera, contagia a los demás.
– ¿Un pariente?
– No sé… Yo no lo he visto antes. A lo mejor los chicos.
Pero no lo conocían.
– Debió haber sido conocido de ella –, dijo otra muchacha. –
Capaz un pretendiente. Lloraba mucho, pobre muchacho.
– Cómo será que se le cayó el pañuelo completamente mojado,
y yo le di uno nuevo, pobre. – la madre.
– ¿Y qué hizo con ese pañuelo, señora?
– Lo eché al tacho de basura.
El estudio de ADN sobre las lágrimas del pañuelo que el Popa
rescató de la basura, en la casa velatoria cercana al asentamiento, confirmó su
pálpito “infalible” (eso decían en el Departamento): el muchacho que lloraba
era el asesino.
Y no sólo tenían la filmación de los que entraron y salieron
al velorio de Paola Gutiérrez, sino que el Popa mismo lo había tenido en sus
brazos, en el velorio de Carmencita Villa.
Después vino un rastreo con las cámaras de seguridad, con la
imagen rescatada del video del Popa, con su propio retrato cantado. Y lo
encontraron.
El Popa estaba presente cuando por fin les dieron permiso
para ingresar al Country Mi Paraíso, y estuvo frente a Rolando Escurrio, que no
opuso resistencia. En su declaración dijo que sus víctimas le contaban lo que
veían después de muerta, y que se asustaban mucho cuando él iba a sus velorios.
Y lo llenaba de congoja y lástima, y no podía contener sus lágrimas, y que eso
lo excitaba muchísimo. Que su plan había sido llegar a una que le contase más,
porque lo que le habían contado hasta ahora sus ocho víctimas había sido poco,
y estaba seguro de que veían más.
Obviamente, Rolando Escurrio fue declarado inimputable. Sus
argumentos eran los de un loco, dijeron.
El Popa Chávez no estaba tan seguro.
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